Todos somos Kermit
Amigos entrañables confiesan, confesamos, un gusto cultural común en las tardes de domingo, la exhibición del show de los Muppets. Era divertido identificar físicamente a uno o más parientes o conocidos, con alguno de esos personajes: una prima idéntica a Miss Piggy, dos tíos parecidos a los viejitos del balcón, el vecino que era como el águila malencarada de las noticias, incluso no sé si mi simpatía por el saxofonista era una anticipación de mi calvicie.
Y eso que fueron resistentes a una exhibición televisiva mexicana –en canal 13- en la cual había un doblaje pero también una modificación radical de los nombres de algunos personajes, tan sólo Kermit se llamaba la Rana René. Así que podía uno reconocer tipos de comportamiento que adquieren valores de universalidad: la idea de la belleza como plataforma paradójica –Piggy-, el mal contador de chistes afanado en ser el centro de atención –Fozzie-, el disfrute del comentario ácido fuera de todo riesgo –los viejitos del balcón-.
Eso por no hablar de guiños culturales como cantar a la manera del Cocinero sueco, mover los dedos como el Perro pianista, agitarse como Animal o burlarse de aquel que tuviera una nariz como la de Gonzo.
Lo más notable de la película que recién se exhibió es que concluya con el estreno tipo teatro de revista del show tradicional de tele: brillante obertura, presentación del invitado principal y posterior pitorreo del mismo, intercalación de escenas breves, número estelar; todo a través de diversas y eficaces técnicas de manipulación. Tanto así que resiente la parte humana, bastante ñoña y simple.
Porque en realidad todos tenemos algo de la Rana René, digo de Kermit, ponemos buena voluntad a la mayor inminencia de desastre, apelamos a la improvisación que será capaz de resolver cualquier desaguisado, agitamos los brazos confiando en que la cosa salga lo mejor posible, de paso suponemos también que las historias de amor entre ranas y cerdos son posibles. Muy manamaná.
Cine en fuga
Está por concluir una muestra más de cine internacional en la Ciudad de México, evento que nos ha acompañado a muchos toda la vida. Antes se hacía sólo en un cine, El Roble, que ya no existe, y luego se fue acompañando por la exhibición en la antigua Cineteca. A ese antiguo galerón de Reforma luego le siguieron el Internacional y El Latino, también fenecidos. Ahora se exhiben en varios días en la Cineteca Nacional y luego circula por innumerables salas en el país.
De mis primeras experiencias como cinéfilo ceceachero puedo decir que una de las cosas que más llamó mi atención es que acabando la proyección el público aplaude, no sabía yo si detrás de la pantalla estaba oculto el director y productor que saldrían a dar las gracias o si ese clap clap era un agradecimiento a las dotes del cácaro en turno, que había cambiado los rollos de manera impecable.
En ese periodo de mi vida también descubrí que no era la mejor estrategia para ligar. A Yolanda, una bellísima compañera de grupo la invité dos veces, en la primera ocasión era una película española en la que había desnudos y sexo todo el tiempo. ¡Yo miraba la pantalla avergozado y luego la veía a ella de reojo! Decidido a reparar el daño la volví a invitar la semana siguiente, era una cinta rusa que duraba más de dos horas y constaba como de ocho diálogos. En esa oportunidad las miradas de reojo eran de ella, cuando mucho yo le comentaba “¿ya viste la fotografía?” Nunca más me aceptó invitaciones, ni al cine ni a ningún lado.
Desde entonces he formado parte de ese evento, en el cual he visto en pantalla cosas maravillosas que nunca más pude volver a encontrar. Pero también, y con frecuencia, a un cierto tipo de espectadores, cinéfilos villamelones que asisten más por dejarse ver en las filas que por apreciar una película notable.
Algunas claves para reconocerlos en esa pasarela del cine cultural son las siguientes: entre proyección y proyección hacen estiramientos de yoga antes de volver a formarse en la cola; según sea la película, pueden llevar bajo el brazo un libro alusivo, mejor aún si se trata de la novela que la inspiró; hacen anotaciones en el programa y dicen frases a la salida para ser escuchadas por su acompañante y el resto de la audiencia; si llueve andan de camiseta, si hace un sol intenso, de gabardina.
El caso es que, como Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo, creo que el cine mejora la vida de uno y que ganas no faltan de querer meterse a la pantalla, para bailar tap con Ginger Rogers o cabalgar a la batalla al lado de Toshiro Mifune, en una película de Kurosawa.
Connacionales colaterales
Hace unos años, en una larga fila de Aeroméxico en el aeropuerto de Barajas en Madrid, dos mujeres jóvenes, formadas delante de mi, hablaban de su largo periplo europeo. Vestidas de mezclilla, con mochilas de campamento en la espalda y paliacate en la cabeza, se referían sobre todo a lo caro que había resultado el viaje, las penurias que habían pasado al comer productos chatarra y otras privaciones por el estilo: museos y galerías al los que no habían podido entrar, restoranes especiales de los que sólo degustaron la carta que colocan a la entrada; el caso es que habían sobrevivido y paseado y se sentían sanas y salvas.
Una hora después coincidí de nuevo con ellas en una fila, esta vez en la de las cajas del Duty Free, lo habían atacado y estaban pagando una cuenta de más de 300 euros. ¿Y las privaciones? ¿los menús de macdonalds? Ese es tan sólo uno de los rasgos para reconocer connacionales en el extranjero, son especialistas en las compras sin impuestos, los vendedores se relamen los bigotes cuando avizoran algún contingente.
Otras señales: escuchar en la quietud de la noche en alguna calle una frase tipo: “¡No mames güey, ya cállate!”, traer señales distintivas en gorras o chamarras, la bandera tricolor, el escudo nacional o el de las chivas, sacar una lata de chiles jalapeños para aderezar algún bocadillo sentados en la banqueta, cantar a coro sutil, una noche en un tren, la canción mixteca, pedir muy ufanos, en países de tradición cervecera como Bélgica o Alemania, una corona, o extrañar, en la sede de los whiskys de malta, un caballito de tequila reposado.
Le llaman el “Síndrome del Jamaicón”, al sufrimiento de estar fuera del país y no hallarse, lo cierto es que los connacionales se las ingenian para pasarla bien, para hacer una fiesta de la melancolía.
El bastón de Señorita Cometa
Durante las últimas semanas he estado en un proceso de trabajo, bastante divertido y difícil a la vez, en el que participan cuatro jóvenes menores de treinta años. Como en muchos ensayos, se combinan momentos de verificación en la escena con análisis y comentarios sobre lo hecho.
Al llegar a este punto, veo con asombro que cada vez utilizo más referencias que a ellos no les hacen sentido, al hablar por ejemplo de una persona parecida a “Juan Garrison”, o decir que alguien es a un tiempo autóctono y cosmopolita como “Chanoc”. Esto ya venía de atrás, en algunas clases ya había hablado como ejemplo de un placebo, de la “pluma de Dumbo”, con el silencio sepulcral o cuando mucho de grillos haciendo cric cric a continuación.
En el pizarrón que se encuentra en una pared del salón de ensayos, uno de los actores trazó una línea vertical para colocar de uno y otro lado los anacronismos correspondientes cuando hay veinte años de distancia en las mochilas de cada quien. La diferencia fue muy grande, ellos no sabían de Señorita Cometa ni su bastón, o de Fantomas, tampoco de Tony y Douglas y menos de quiénes hacían las voces de Don Gato y su pandilla. En cambio yo no sabía por qué Bombón y Bellota son diferentes, qué es un chaca o cómo es que abrir significa cortar.
Según se vea, fue un triunfo o derrota abrumadora. Con algo de pena puedo decir que si me encuentro a Lady Gaga en la calle no la reconocería.
Se habla, vive y padece la brecha digital, pero ésta otra no es menos importante, es del imaginario. No hay condiciones para que aparezca Señorita Cometa con su bastón para hacer algún milagro, o para que uno forme parte de la alineación de un partido clásico de fútbol: Ixtac contra resto del mundo.
La dificultad y la belleza
Ingmar Bergman, intenso como era, suponía en una película que se llama Después del ensayo, que un director y sus actrices, después de batallar con una obra de Strindberg, se quedaban en el teatro a discutir sobre lo que el texto removía en sus propias vidas, como si ellos fueran a su vez personajes. El espacio de debate y acuerdos artísticos se convertía en una suerte de confesionario íntimo donde desaparecía la autoridad y emergían las personas.
Ensayar una obra en la ciudad de México es desde luego menos escandinavo y la emoción aparece desde el momento en que hay que trasladarse entre puntos disímbolos para llegar a tiempo, sobrevivir a los micro tsunamis, o bien al hacer labor de rompecabezas para organizar los horarios con actores que suelen comprometerse en más de dos proyectos al mismo tiempo.
Pero una vez que se deja atrás eso y el ensayo ocurre, se consigue llegar a un espacio de complicidades creativas que hacen que uno respire diferente, provocando afinidades y un léxico común, donde se confronta el saber hacer del actor en la opinión, la crítica y el acuerdo de los demás. Pocos gustos como compartir, una vez que termina, un cigarrito o una bebida.
Entiendo todo esto en carne propia porque llevo ya un mes en ensayos, primero de una obra francesa que se hizo como lectura dramatizada en el Granero, y luego de otra que se presentará a partir de octubre en la Gruta. En la primera, conseguimos en seis ensayos establecer una estrategia para desentrañar un texto críptico y complicado; la palabra emergió de un modo muy sabroso de la humanidad de esos actores. En la segunda estamos hablando, con un equipo de Clowns miserables, de la devastación social del país, bordando con el ingenio nacional de burlarse de las desgracias propias.
Por ello, lo más fascinante del ejercicio profesional del teatro ocurre en realidad durante los ensayos, ante el público ya es un proceso de exhibición artística y sigue otro camino. Acabo de leer una novela sensacional de Ian McEwan, Chesil Beach, donde se describe al ensayo de la siguiente manera: “una cita con la dificultad y la belleza”. Nada más cierto.
La culpa es del elote
Hace pocos años, una terapia de ortodoncia consiguió enderezar mis dientes y mejorar el funcionamiento y acople de las muelas, la verdad es que yo en el fondo aspiraba a la dentadura deslumbrante de Donny Osmond, pero me di por bien servido cuando por los menos el espejo lanzaba luces de cierta armonía.
Los que han usado brackets, saben de la tortura que significa un procedimiento en el cual se ajusta la presión de ligas unidas a tornillos de metal: uno termina sintiendo flojos los dientes, como si fueran teclas de piano en movimiento.
Eso lleva de la mano la restricción para no comer durante ese tratamiento, que es de años, cosas duras. Por ejemplo no se puede morder de manera franca, como pudo haberlo hecho Adán, una manzana, debe uno comerla a rebanadas. Allí no hay mucha ciencia, finalmente esa fruta sabe igual.
En cambio con el elote es distinto, cualquier mexicano universal sabe que morder un elote cocido y bien condimentado es asunto especial y único, tanto así que se tiene la opción de comer el maíz desgranado en un vasito –esquites-.
O sea que no puede uno consumar esa parte última y golosa que da significado al verbo roer.
Vuelvo a la ortodoncia para añadir que, retiradas ligas, tornillos y pegamentos, mis dientes se veían más guapos pero ya nunca fueron los de antes. De entonces a la fecha no puedo roer. Se puede vivir con ello, adaptarse. Hasta el fatal momento de hace unos días, cuando un amigo interrumpió nuestra conversación para decirme que ya lo llamaban a comer, nada menos que un mole de olla. Inmediato viaje al aroma y la presentación de ese platillo, que se pone como segundo tiempo y se come con cuchara y manos, recuerdo que una vez consumidos todos los componentes, pasaba uno a degustar, flotando apenas en los restos del caldo, el elote, que había acumulado todo el sabor de la cocción.
Por culpa de ese trozo primitivo de maíz, estoy convencido de que la ciencia médica de la ortodoncia puede ponerse en entredicho.
Caprichos de la retina
El cineasta Julián Hernández ha ido colocando cada tanto en la red imágenes de actrices y actores que han formado su gusto, fotografías de estudio que son muy reveladoras de los rasgos de esas personas, su proyección inigualable y desde luego de la capacidad de observación, interesada, de quien se ocupa de seleccionarlas.
La galería de Hernández tiene una curaduría íntima y lleva por nombre: Los actores que construyeron mi gusto estético, insólitos rasgos los que allí muestra de Yul Brynner, Sal Mineo, Dirk Bogarde o Silvana Mangano. Lo que tienen en común es el punto de vista. ¿Qué detecta uno como observador admirador? ¿de qué se enamora?
Las imágenes son fabricadas, de algún modo antinaturales y ese es su mayor mérito, los caprichos de la retina toman a veces la vereda que marca el actor más que el camino firme del relato, su proyección seduce, sugiere, a veces hasta alivia.
En el cine Estadio o en el Bella Época pude ver hace muchos años, en pantallas aún monumentales, películas que entraron en mi vida para siempre. Más bien, en efecto, actrices y actores. Por ejemplo, Duelo al sol representa mucho más para mi que esa especie de melodrama western de King Vidor, en realidad lo que puedo ver si giro un poco la cabeza son el rostro y los hombros de Jennifer Jones y la mirada de Gregory Peck; o la escena en la cabina fotográfica de Stefania Sandrelli en Nos amábamos tanto, tres instantáneas de su rostro para expresar el debate amoroso de su personaje; la mirada dolida de Omar Shariff antes de bajar del tranvía en Doctor Zhivago, el caminar de Giulietta Massina para cruzar el rio de motonetas en Las noches de Cabiria.
Los ejemplos pueden multiplicarse, lo que importa es que uno puede hacer su microbiografía a partir de afinidades de la pantalla. Nos hemos formado, con mayor o menor intensidad, en la Escuela de la butaca.
Meter la cuchara
Para Patricia Rivas, experta.
Durante una buena parte de mi vida he tratado de relacionar la producción artística con el pensamiento. Lo he hecho en diversos formatos, en el salón de clases, ensayos, mesas redondas, coloquios, conferencias y con puntos de vista diferentes, desde la creación, el consumo o la docencia. He participado y organizado mucho de ello.
Todo muy académico y estructurado.
Sin embargo, cuando de verdad uno procesa la experiencia artística y cultural a fondo es cuando se encuentra en una intimidad socializadora, y eso ocurre francamente bien alrededor de una mesa, pero no de estudio sino de alimentación. Por ejemplo en una sobremesa o en la preparación misma de alimentos y bebidas. O sea en el hecho físico de estar "gustando" de algo.
Reconozco la pertinencia de alguna entrada o aperitivo para aderezar una charla que inicia, en qué momento puede entrar a la cancha un queso fuerte y cómo se puede disponer uno a entender que un sabor amargo puede también ser dulce. Cómo se hace identidad entre el individuo y lo que come y bebe, cual le ocurre al personaje de Giamatti en Sideways, cuando describe la uva pinot noir se está definiendo a sí mismo.
De igual manera se comienzan a bordar conversaciones que poco a poco van entrando a profundidad, en las cuales uno mete la mano, o la cuchara, en las opiniones del vecino para consultar o hacer un comentario. Para meter bien la cuchara se requiere ser preciso y oportuno para arrebatar el bocado de una idea.
Reconozco mi incapacidad para cocinar platillos interesantes, pero aplaudo y celebro cuando alguno llega a la mesa y aunque me corroe la envidia de no poder preparar semejantes suculencias, compenso con el juego de identificar sabores o aportar alguna idea sobre la vida y las cosas que uno hace en ella, por ejemplo sentarse en la mesa y compartir.
Elizabeth al volante
A Erasto
En la calle de los juegos de la infancia, hacia la tarde, la rutina debía interrumpirse pues los vecinos, de regreso del trabajo a casa, estacionaban sus autos en las cocheras. Había casos, como el de “doña Pericias”, que se tomaban su tiempo, pues estacionaba su pequeño Renault 5 en reversa y entraba y volvía a salir hasta que no quedara el mismo número exacto de centímetros entre las llantas de cada lado y la pared.
Otras vecinas, no recuerdo sus nombres, hermanas de poco más de veinte años, estacionaban su auto a la primera. Una de ellas era hermosísima, yo la observaba tanto, recreaba la simple acción de bajarse del auto, abrir la reja, meter el auto y volver luego a salir para cerrarla. No sabía su nombre, pero luego, una actriz que veía en películas en televisión, a la que según yo era idéntica, me permitió nombrarla de alguna manera, Liz Taylor.
De manera que Elizabeth puso nombre a la admiración de un niño, pese a que el riguroso blanco y negro de la televisión apenas alcanzaba a dar un gris matizado a sus ojos. Con los años, eso dio paso más bien a un reconocimiento a su manera de expresarse como actriz, una intérprete con capacidad para hincarle el diente al repertorio más diverso y complicado.
El número de maridos, los actos de beneficiencia, los perfumes con su nombre, la amistad con otros famosos, poca justicia hacen a la actriz que se cambia de medias y alivia el calor con un hielo en Una gata sobre el tejado caliente, emprende una borrachera ejemplar en ¿Quién le teme a Virginia Woolf? o vocifera con total verosimilitud los textos shakesperianos de La fierecilla domada.
A veces la verdad es incómoda y en varios de esos papeles importantes Elizabeth lo supo transmitir de manera artística, con la complicidad de autores, directores e intérpretes de primera. Son pocas las joyas de la corona, pero significativas. ¿Podrían ser más? Quizás, las que hay están bien colocadas.
En todo caso, al reconocimiento profesional de una actriz de potencia y belleza expresiva se suma en el recuerdo imposible, el ensueño de un niño que ve llegando a Elizabeth al volante de un convertible en un barrio del sur de la Ciudad de México, guardarlo en la cochera y entrar veloz a prepararse un dry martini.
Tributo a José Alfredo
Hace unos quince años, coordiné en la Carrera de Teatro de Filosofía y Letras de la UNAM, un taller de biomecánica que tenía como objeto de estudio un auto sacramental de Calderón de la Barca que debería ponerse en escena, Los encantos de la culpa, basada en el capítulo décimo de La Odisea, los periplos de Ulises en la isla de la hechicera Circe.
Fue un proceso de trabajo muy rico y el montaje tuvo un vida muy curiosa, un ejemplo de ello ocurrió en el Festival del Siglo de Oro en el Chamizal, La Penitencia aparecía semidesnuda en un breve momento de la obra, cosa que percibieron las autoridades del teatro durante el ensayo, así que un batallón de oficiales uniformados del parque nacional se aparecieron en el camerino para decirnos que no se podría mostrar el torso de la actriz. Después de discutir el asunto, y quizá con un ánimo vengativo por la pérdida de medio territorio en el siglo XIX, la escena se hizo tal cual; el grupo jamás volvió a ser invitado.
Volviendo al texto, una vez que se le quita la cobertura barroca de alegorías tales como la culpa, el entendimiento, de la penitencia, encuentra uno la fascinante historia de la hechicera hechizada. Circe, la culpa, enamora a Ulises, viven una pasión intensa y luego él la abandona para continuar su viaje. Los textos finales de ella expresan la pasión con versos como: Pedazos del corazón/ me arrancaré con mis ansias/ para tirarlas al cielo…
Me parecía, me parece, que era una expresión de amor dolido semejante al que toca José Alfredo Jiménez en sus canciones rancheras, intenté abundar en ello con la actriz que hacía a La Culpa, pero por diversas razones no se pudo.
Pero me quedó la asignatura pendiente y resulta que ahora, en la clase de análisis que doy en la Escuela de Teatro de Bellas Artes, comparto con los estudiantes esa reflexión al momento de estudiar textos de Calderón de la Barca. Varios intentaron acoplar un monólogo de Segismundo con música de José Alfredo. Un caso en particular me entusiasmó, Edith Wence, estudiante de segundo año, pudo integrar como una sola cosa el texto barroco con la canción Un mundo raro.
A veces las cosas se logran, aunque tarden un poco, podrían decir Calderón y José Alfredo, dados a la tarea de acoplar, con un tequila entre pecho y espalda, la música de Te solté la rienda con un monólogo de La dama duende.
Luces de Broadgüey
Recuerdo la fábula perversa de Monterroso acerca del mono que quería ser escritor satírico, no termina por hacerlo pues considera que sus comentarios ácidos van a lastimar su relación con todo el reino animal.
Me pasa algo similar con tantos amigos y conocidos que trabajan en el sector cultural, una vez que he tenido la experiencia de asistir a un espectáculo en la recién remodelada sala principal del palacio de Bellas Artes. Sin embargo el mono tiene la esperanza de que ahora la vida en la selva sea más amable, con una buena capacidad de oído para sus comentarios.
En la segunda sección de luneta, resistí la tentación de tomar fotos con el teléfono celular, cosa que hacían varios de los asistentes, pero eso me permitió ver la coexistencia de dos espectáculos, uno que ocurría en el escenario, del cual ya se ocuparán algunos, y el que consistía en mirar la sala, el piso, las innumerables bocinitas, la cabina, butacas, pasillos y demás.
Parece ser que uno de los argumentos de la intervención arquitectónica fue actualizar la mecánica teatral y la recepción, visual y sonora. De lo primero poco puedo decir, pues las nucas de los dos señores que estaban delante de mi parecían ser dos montañas en el paisaje ruso de los cerezos, el audio, en cambio permitía que llegara la voz de los actores sin molesta intervención de micrófonos inalámbricos.
La pregunta clave es: ¿la modernización técnica y mecánica del teatro iba de la mano de la devastación de la sala? De ser así, ¿valía la pena? Se ve ahora como un teatro perfectamente equipado, pero común y corriente, se desdibujó su condición de excepcionalidad, quedó como un teatrote a lo Broadway. O más bien, como podría ironizar José Antonio Alcaraz, a lo Broadgüey.
La cocina de Mendoza
Un sueño recurrente, muy angustiante, entre las personas que se dedican al teatro, es el de encontrarse en la segunda llamada, a unos minutos de entrar a escena, y no tener memorizado el texto ni saber bien a bien cómo va el marcaje.
Con matices aún más espeluznantes, ese sueño me ha rondado en varias ocasiones, una en particular era de antología: estoy en el camerino, lavándome la cara, no doy crédito a la encomienda, voy a hacer a Stanley Kowalsky en Un tranvía llamado deseo, repaso la obra, nunca la he ensayado, estoy en absoluto miscast, me parezco más a Homero Simpson que a Marlon Brando. En la puerta del camerino, de pie y con los brazos cruzados, vestido con su infaltable saco, me observa Héctor Mendoza, dan segunda llamada y me dice: “tú tranquilo”; cosa que desde luego no hago y opto mejor por despertar.
El punto clave es que se trate de él, un maestro y director de escena que ha sido clave en la formación de muchas personas, entre las que me encuentro. Vendrán merecidos homenajes, se formularán verdades absolutas, pero en el espacio de la microhistoria quiero recordar un seminario con directores que hizo hará unos siete años en el Estudio anexo a su casa en la colonia Álamos. Fue por puro gusto, él seleccionó a los participantes y nos condujo por la cocina del teatro, que era profunda y pragmática a la vez. Formulaba unos estudios de caso que eran verdadero acertijos en los que había que responder –y sustentar- si tal personaje estaba mintiendo o actuando, la técnica de los actores, la relación entre éstos y el director.
Me parece que él es el gran pensador del teatro mexicano de los últimos años, riguroso y exigente, crítico y autocrítico. Por lo pronto, llevo días recordando cómo endulzaba su café, virtiendo un sobre de canderel y tomando una pluma bic para agitarlo. Luego venía lo bueno.
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