Jim de la Selva

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Dos rasgos notables de mi padre eran su vocación de explorador y su capacidad de encontrar humor en los momentos de mayor desasosiego. Ambos se mostraron con toda claridad en uno de los mayores desastres de paseo familiar del que tengo memoria: una visita navideña al Ajusco.

El 25 de diciembre de 1975, fuimos en expedición "muégano" una veintena de personas a esa zona montañosa del sur de la Ciudad de México, así, por el puro gusto del paseo, sin llevar alimentos ni bebidas, a eso de las cuatro de la tarde, en el entendido de que era una "explorada" que no tomaría más de una hora.

En realidad tomó casi veinticuatro, pues nos perdimos entre centenares de árboles, algunas cañadas y muchas estrellas. Como a las siete de la tarde, cuando todo apuntaba directito al iceberg, ocurrió el siguiente diálogo entre una prima y mi padre:

- Oiga tío, se me hace que ya nos perdimos.

- Jim de la Selva no perderse.

Se equivocó, Jim de la Selva y otros 18 nos perdimos. Toda una noche de gritos acompasados de una, dos, tres...¡auxilio!, frío que calaba, temor de ruidos extraños que pudieran encarnar a pumas o coyotes, la luna llena confundida con un poderoso reflector del cuerpo de rescatistas, sensación de vacío en las tripas, mucha sed, caminatas inacabables en fila india que luego supimos eran circulares, esporádicos descansos con todos hechos bola; recuerdo que mis labios se reventaron por el aire helado.

Al día, siguiente, entrada la mañana, salimos por fin a un camino y fuimos a dar a un pueblo llamado San Nicolás, en la delegación Magdalena Contreras, donde atendimos con voracidad el hambre en un puesto callejero de cacahuates: salados, garapiñados, japoneses, enchilados.

Luego el regreso a casa en autobuses públicos, en avenida Miguel Ángel de Quevedo, los titulares de la primera edición de la tarde: ¡16 perdidos en el Ajusco! Éramos nosotros, nos encontramos.

Pasaron cuarenta años, mi padre murió hace diez, y yo, ante veredas enredadas y bifurcaciones en el camino, pienso y digo: Jim de la Selva no perderse.






Apetito escénico

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En la ciudad de México hay una gran exhibición de espectáculos escénicos, en un fin de semana, la cartelera ofrece alrededor de una centena entre teatros públicos, privados y salas alternativas.

En dicha oferta pueden encontrarse platillos para todos los gustos, por ello quiero detenerme en esta reflexión proponiendo un enfoque culinario: ¿para quién cocinamos en la escena nacional? Creo que en muchos casos la mirada al que ve y oye se ha vuelto nebulosa, tan parcializada que a veces se parte del retrato hablado de alguien con estudios especializados en teatro, afín a las últimas modas sobre la CREACIÓN teatral. ¿Cocinar para los mismos chefs? ¿O inventar platillos de sabor, aroma y aspecto sugerente y misterioso para un comensal cualquiera que esté bien dispuesto?

Al lado de producciones privadas de buen nivel que sin mayores aspavientos paralizan el tráfico de avenida Insurgentes, como El curioso incidente del perro a medianoche, pueden verse producciones alternativas que celebran el éxito de llenar salas para 25 asistentes.

Hace más de diez años la comedia televisiva Friends, planteaba premonitoriamente los excesos a los que podría llevar la indagación escénica que no mira al comensal: un personaje citadino, Chandler, sin relación con las artes es invitado a ver un monólogo que lleva por nombre ¿Por qué no te gusto? Una mujer que se amarga la vida, sus amigos no llegan a la cita y él decide entrar y entonces sufre un evento de tres horas a todas luces aburrido. Su venganza: decirles que es un espectáculo increíble, comprarles boletos, llevarlos a primera fila y escapar en tercera llamada.

¿Un platillo de autor que sea insípido tendrá éxito sólo con la firma? Por supuesto que no, todo se verifica en la pericia de los saberes e ingredientes y sobre todo en la claridad de lo que se quiere obtener.

La necesidad de ver, de mirar, no sólo está en el lector o espectador, sino en los propios creadores, ¿a quiénes miramos en las butacas? ¿una imagen narcisista de nuestro “yo” espectador? ¿o alguien interesado en el teatro a quien ofrecer generosamente la degustación del trabajo?

No mirar al espectador ciudadano, ignorar sus gustos y apetencias puede hacer nebulosa la práctica y consumo del teatro. Es decir, ofrecer platillos no sólo mal preparados, sino que no corresponden a la expectativa emocional e intelectual del comensal, platillos de cocina molecular a quien espera un taco al pastor bien aliñado.

El hambre se sacia, el apetito se atiende; estaría bueno procurarlo así en la escena, a la salida ya podremos compartir el pan y la sal, aderezados con la charla sobre lo que recién hemos visto.