El bastón de Señorita Cometa

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Durante las últimas semanas he estado en un proceso de trabajo, bastante divertido y difícil a la vez, en el que participan cuatro jóvenes menores de treinta años. Como en muchos ensayos, se combinan momentos de verificación en la escena con análisis y comentarios sobre lo hecho.

Al llegar a este punto, veo con asombro que cada vez utilizo más referencias que a ellos no les hacen sentido, al hablar por ejemplo de una persona parecida a “Juan Garrison”, o decir que alguien es a un tiempo autóctono y cosmopolita como “Chanoc”. Esto ya venía de atrás, en algunas clases ya había hablado como ejemplo de un placebo, de la “pluma de Dumbo”, con el silencio sepulcral o cuando mucho de grillos haciendo cric cric a continuación.

En el pizarrón que se encuentra en una pared del salón de ensayos, uno de los actores trazó una línea vertical para colocar de uno y otro lado los anacronismos correspondientes cuando hay veinte años de distancia en las mochilas de cada quien. La diferencia fue muy grande, ellos no sabían de Señorita Cometa ni su bastón, o de Fantomas, tampoco de Tony y Douglas y menos de quiénes hacían las voces de Don Gato y su pandilla. En cambio yo no sabía por qué Bombón y Bellota son diferentes, qué es un chaca o cómo es que abrir significa cortar.

Según se vea, fue un triunfo o derrota abrumadora. Con algo de pena puedo decir que si me encuentro a Lady Gaga en la calle no la reconocería.

Se habla, vive y padece la brecha digital, pero ésta otra no es menos importante, es del imaginario. No hay condiciones para que aparezca Señorita Cometa con su bastón para hacer algún milagro, o para que uno forme parte de la alineación de un partido clásico de fútbol: Ixtac contra resto del mundo.

La dificultad y la belleza

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Ingmar Bergman, intenso como era, suponía en una película que se llama Después del ensayo, que un director y sus actrices, después de batallar con una obra de Strindberg, se quedaban en el teatro a discutir sobre lo que el texto removía en sus propias vidas, como si ellos fueran a su vez personajes. El espacio de debate y acuerdos artísticos se convertía en una suerte de confesionario íntimo donde desaparecía la autoridad y emergían las personas.

Ensayar una obra en la ciudad de México es desde luego menos escandinavo y la emoción aparece desde el momento en que hay que trasladarse entre puntos disímbolos para llegar a tiempo, sobrevivir a los micro tsunamis, o bien al hacer labor de rompecabezas para organizar los horarios con actores que suelen comprometerse en más de dos proyectos al mismo tiempo.

Pero una vez que se deja atrás eso y el ensayo ocurre, se consigue llegar a un espacio de complicidades creativas que hacen que uno respire diferente, provocando afinidades y un léxico común, donde se confronta el saber hacer del actor en la opinión, la crítica y el acuerdo de los demás. Pocos gustos como compartir, una vez que termina, un cigarrito o una bebida.

Entiendo todo esto en carne propia porque llevo ya un mes en ensayos, primero de una obra francesa que se hizo como lectura dramatizada en el Granero, y luego de otra que se presentará a partir de octubre en la Gruta. En la primera, conseguimos en seis ensayos establecer una estrategia para desentrañar un texto críptico y complicado; la palabra emergió de un modo muy sabroso de la humanidad de esos actores. En la segunda estamos hablando, con un equipo de Clowns miserables, de la devastación social del país, bordando con el ingenio nacional de burlarse de las desgracias propias.

Por ello, lo más fascinante del ejercicio profesional del teatro ocurre en realidad durante los ensayos, ante el público ya es un proceso de exhibición artística y sigue otro camino. Acabo de leer una novela sensacional de Ian McEwan, Chesil Beach, donde se describe al ensayo de la siguiente manera: “una cita con la dificultad y la belleza”. Nada más cierto.