El gusto (2)

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La astucia del limón

En una declaración de hace pocos días, el destacado pianista Chucho Valdés, decía acerca de la relación entre su gremio y los cantantes, que “acompañar es más difícil que tocar solo. El pianista tiene que servirle la mesa al cantante para que se sienta bien”. Ocurre igual con los acompañantes de lo que solemos llamar plato fuerte, o aún la propia corte de una simple ensalada. Su misión es dar foco a lo que el paladar supone como glorioso y prepara el terreno degustativo para que la celebración pueda tener lugar.

Con sencillez, una rama de brócoli con algunos guisantes, o una berenjena preparada con corrección, se pueden convertir en un oasis en la mesa, al poder recurrir a ellos para dar otro ritmo y calidad a la charla y a la degustación.

Sin embargo un acompañante ha saltado todas las trancas del decoro: el limón. Su sabor no sugiere, impone. Una de sus víctimas favoritas son el pescado y los mariscos. Todo esfuerzo en la preparación y presentación se vendrá abajo al recibir el primer chorro del cítrico, si tal acción se hace en España, es posible que también los ojos del comensal y sus acompañantes sean alcanzados, pues en la península, quizá para desalentar su uso, suelen cortarlo no por el Ecuador, sino por el meridiano de Greenwich.

Pero la cosa no acaba ahí, el pobre jugo de carne es otra víctima, la sopa de fideos, la cerveza, la carne asada, la cecina; es decir, casi cualquier clase de platillo.

El limón es un patiño que quiere ser protagonista, como pianista manco. Ante tanto abuso, su mayor gloria, una limonada fresca, pasa desapercibida.

Patrimonio y humanidad

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Siempre ha estado ahí, la he recorrido tanto y de tantas maneras, además de la cosa formal de haber pasado como estudiante y luego como profesor.

Por ejemplo, en las tardes, después de un aguacero, se podían recoger pequeñas piezas de vidrio que se desprendían de los murales de O’Gorman de la biblioteca central, o jugar un partido de futbol en el jardín de los cerezos de Filosofía, en el que decidieron plantar árboles después de algunos vidrios rotos. O recorrer “las islas” tantas veces de ida y vuelta para hacer algún trámite, o para pasear de la mano de la novia enamorada, o ensayar poesías corales de Miguel Hernández, de César Vallejo o Vicente Huidobro en alguna parcela de ese enorme territorio, o desafiar al aparato digestivo pero vencer al hambre con alguna torta en el puestecito fijo de allí nomás bajando la escalera. O de plano lograr prodigios alquímicos preparando bebidas, que no sabían tan mal, mezclando "titán de piña" con vodka "oso negro".

Ahora la UNESCO se dio cuenta y otorgó el título, pero para mi Ciudad Universitaria siempre fue patrimonio de mi humanidad.

Hacia un libro rojo de la actuación

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Quien ha pasado en algún momento por un aula de teatro, como profesor o como alumno, sabe que hay un enorme territorio de riesgos, responsabilidades, descubrimientos que llevan al gozo o al dolor. Sin embargo, estas líneas no pretenden reflexión académica alguna, al menos no en primera instancia, sino abrir un espacio descarado para la anécdota, sobre todo si la memoria está a punto de poner en la papelera de reciclaje aquel momento en que un profesor de voz enseñaba el verso con la sílaba Ta. Su indicación para cerrar enfáticamente un enunciado era por ejemplo: ta tá ta taaaaa ta tttttaaaaá....

En fin, aquí van dos:

El profesor H llegaba a su clase de las cuatro de la tarde con un pequeño televisor portátil y al cabo de algunos minutos interrumpía la actividad que se estuviera desarrollando y decía a sus alumnos: “muchachos, ustedes saben que el actor debe manejar distintos lenguajes además del teatro. Y uno de los más importantes es la televisión, las telenovelas, así que como parte de la clase vamos a ver la que se está transmitiendo, en la que yo salgo, para que ustedes puedan analizar mi trabajo”. Y en efecto, los muchachos se soplaban la telenovela con todo y comerciales.

El profesor B sostenía que el actor debe entrar de inmediato a distintos estados de ánimo y ponía el siguiente ejercicio: cada estudiante debía salir unos instantes y luego volver a entrar al aula, con llanto en los ojos. El profesor enfurecía porque todos los intentos eran vanos, exagerados, falsos, inútiles, hasta el último estudiante, un actor regordete que es ahora una luminaria de la escena. Franqueó la puerta con lágrimas de verdad, de inmediato fue puesto como ejemplo a sus compañeros, “ya ven, así se hacen las cosas....¿cómo lo lograste?” “Me arranqué un pelo de la nariz, profe”.