La culpa es del elote

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Hace pocos años, una terapia de ortodoncia consiguió enderezar mis dientes y mejorar el funcionamiento y acople de las muelas, la verdad es que yo en el fondo aspiraba a la dentadura deslumbrante de Donny Osmond, pero me di por bien servido cuando por los menos el espejo lanzaba luces de cierta armonía.

Los que han usado brackets, saben de la tortura que significa un procedimiento en el cual se ajusta la presión de ligas unidas a tornillos de metal: uno termina sintiendo flojos los dientes, como si fueran teclas de piano en movimiento.

Eso lleva de la mano la restricción para no comer durante ese tratamiento, que es de años, cosas duras. Por ejemplo no se puede morder de manera franca, como pudo haberlo hecho Adán, una manzana, debe uno comerla a rebanadas. Allí no hay mucha ciencia, finalmente esa fruta sabe igual.

En cambio con el elote es distinto, cualquier mexicano universal sabe que morder un elote cocido y bien condimentado es asunto especial y único, tanto así que se tiene la opción de comer el maíz desgranado en un vasito –esquites-.

O sea que no puede uno consumar esa parte última y golosa que da significado al verbo roer.

Vuelvo a la ortodoncia para añadir que, retiradas ligas, tornillos y pegamentos, mis dientes se veían más guapos pero ya nunca fueron los de antes. De entonces a la fecha no puedo roer. Se puede vivir con ello, adaptarse. Hasta el fatal momento de hace unos días, cuando un amigo interrumpió nuestra conversación para decirme que ya lo llamaban a comer, nada menos que un mole de olla. Inmediato viaje al aroma y la presentación de ese platillo, que se pone como segundo tiempo y se come con cuchara y manos, recuerdo que una vez consumidos todos los componentes, pasaba uno a degustar, flotando apenas en los restos del caldo, el elote, que había acumulado todo el sabor de la cocción.

Por culpa de ese trozo primitivo de maíz, estoy convencido de que la ciencia médica de la ortodoncia puede ponerse en entredicho.