La boca, en La Gruta los miércoles

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Este proyecto nació hace casi un año, cuando en una charla con tres actores, Abigail, Bernardo y Diana, surgió la idea de hacer un trabajo juntos. Como nos conocemos, estaba claro que no sería un montaje sobre un texto específico, sino una indagación en escena sobre ciertos temas que luego, en una carta –una especie de carta de amor- les propuse.

Esos ingredientes para poner en la mesa eran: un grupo de amigos que recuerda su adolescencia, poesía de Miguel Hernández, algunas piezas musicales, el encuentro amoroso, la añoranza.

Con esa tarea, se presentaron a una primera reunión de trabajo con un nuevo integrante del grupo Luna avante, Leonardo, y una improvisación que transcurría en la cancha de algún bachillerato. A partir de ese día, no dejé de sorprenderme por el gusto de trabajar con actores educados en saltar sin red. Fue un proceso sin ninguna prisa, a veces muy espaciado en el tiempo, adaptable a las complicaciones de agenda, no mía, sino de ellos. ¡Trabajan mucho! Luego se incorporó el actor y cantante Marcial Salinas.

Con el tiempo el proyecto se fue depurando, pero conservó el nombre del único poema de Hernández que se escucha en el espectáculo: La boca. Ella enuncia, recuerda, canta, besa, murmura, se calla. Es un trabajo sobre el amor, más bien sobre la política amorosa: conocer al otro, tener el control y luego perderlo. También se incorporaron unos pares de zapatos que ayudan a recrearlo y tenerlo en escena y dos colaboradoras más, Marcela Ayala, asistente, y Tania Rodríguez, escenógrafa.

Canciones fueron y vinieron, también llegó un poeta de la generación del 27, Pedro Salinas, cuyos versos ayudan en un momento de la obra.

Para mi ha sido una dicha volver a dirigir después de casi cinco años, como tomar la boquilla de algún instrumento, limpiarla, e intentar un jazz escénico.

Estas fotos corresponden a ensayos, la de arriba de septiembre y la de abajo de abril, son de José Jorge Carreón. La obra se presentará en La Gruta, Avenida Revolución 1500, los miércoles a las ocho y media.

Olimpiada en Acapulco

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El mar que conocí y disfruté de niño, como el de miles de capitalinos, fue el de la bahía de Acapulco. Los viajes iniciaban a las tres o cuatro de la madrugada, para “aprovechar el día”, de paso ganarle a sol en el cañón del zopilote y luego iniciar el recorrido por playas como Hornos, Puerto Marqués o el Revolcadero.

En esos paseos el entusiasmo y el gusto por llegar al mar se imponían a cualquier consideración sobre moda o buen gusto. Cuerpos y vestimentas se exhibían con total impunidad, fuera del alcance de cualquier Comisión de los derechos humanos; panzas y ombligos en medio de chanclas de hule y pantalones de mezclilla convertidos en “shorts” con tijeras de pico.

Esos cuerpos que disfrutan nada tienen que ver con los que desfilaron hace poco en la olimpiadas, que están totalmente diferenciados por las disciplinas en que compiten.

El cuerpo olímpico es inclemente: un nadador extraordinario que mida menos de 1.70 no llegará siquiera a una ronda de finalistas y en cambio, en gimnasia, será un verdadero gigantón.

Hubo sin embargo algunas excepciones notables que trajeron Acapulco a mis pupilas. Incluso una de ellas ganó medalla de bronce en clavados, Tatiana Ortiz, quien en una de las etapas lució un traje de baño que hubiera ameritado que la descalificaran sin brincar y, en cambio, hubiera sido la envidia de cualquiera de mis primas en Acapulco.

Con menos de veinte años, menuda y morena, Tatiana salta con gusto, se regala y nos regala sonrisas, como si su salto de plataforma fuera desde La quebrada.