La cocina de Mendoza
Un sueño recurrente, muy angustiante, entre las personas que se dedican al teatro, es el de encontrarse en la segunda llamada, a unos minutos de entrar a escena, y no tener memorizado el texto ni saber bien a bien cómo va el marcaje.
Con matices aún más espeluznantes, ese sueño me ha rondado en varias ocasiones, una en particular era de antología: estoy en el camerino, lavándome la cara, no doy crédito a la encomienda, voy a hacer a Stanley Kowalsky en Un tranvía llamado deseo, repaso la obra, nunca la he ensayado, estoy en absoluto miscast, me parezco más a Homero Simpson que a Marlon Brando. En la puerta del camerino, de pie y con los brazos cruzados, vestido con su infaltable saco, me observa Héctor Mendoza, dan segunda llamada y me dice: “tú tranquilo”; cosa que desde luego no hago y opto mejor por despertar.
El punto clave es que se trate de él, un maestro y director de escena que ha sido clave en la formación de muchas personas, entre las que me encuentro. Vendrán merecidos homenajes, se formularán verdades absolutas, pero en el espacio de la microhistoria quiero recordar un seminario con directores que hizo hará unos siete años en el Estudio anexo a su casa en la colonia Álamos. Fue por puro gusto, él seleccionó a los participantes y nos condujo por la cocina del teatro, que era profunda y pragmática a la vez. Formulaba unos estudios de caso que eran verdadero acertijos en los que había que responder –y sustentar- si tal personaje estaba mintiendo o actuando, la técnica de los actores, la relación entre éstos y el director.
Me parece que él es el gran pensador del teatro mexicano de los últimos años, riguroso y exigente, crítico y autocrítico. Por lo pronto, llevo días recordando cómo endulzaba su café, virtiendo un sobre de canderel y tomando una pluma bic para agitarlo. Luego venía lo bueno.
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