Ataque de clones
Si uno pasea por los alrededores de la llamada “plaza de la computación” en el centro de la ciudad de México, puede ser abordado por vendedores que, con un catálogo en mano, ofrecen diversos programas informáticos, películas, series de televisión y más. Los precios son muy baratos, se trata en realidad de copias, no piratas, sino clones. De hecho el vendedor puede darse por ofendido si uno pregunta si se trata de lo primero.
En lugares así puede encontrarse una película de estreno que bien puede: haber sido grabada en una exhibición, lo cual significa que pueden verse las cabezas de los espectadores, una mano tomando palomitas o estar doblada, en ese caso se trata de una copia “pirata”. Pero también puede tratarse de una con todos los menús correspondientes, con perfecta calidad en imagen y audio y con la advertencia de que el FBI aplicará una multa millonaria y llevará a la cárcel a quien se atreva a realizar una copia ilegal. Esto, que a todas luces es también un acto digno del pirata Morgan, le llaman un “clon”.
El asunto tiene su complejidad, pues la igualdad de un bit a otro garantiza la calidad del “producto”. En el legendario mercado del “Chopo” vendían hace años cassettes con grabaciones de conciertos de grupos que eran la copia de la copia de la copia, con lo cual el sonido era horroroso. En cambio, se podía “grabar” en esos mismos materiales diversos elepés, música de la radio, hacer hacer cada quien sus propias antologías que ahora el ipod logra en segundos.
Uno sigue caminando por el centro de la ciudad y se encuentra con un vendedor clandestino que ofrece en la acera bolsas de piel Louis Vuitton, a muy buen precio. Él explica, se trata de bolsas “clones”, es decir igualitas pero más baratas.
¿Llegarán los clones a la alimentación exquisita? ¿Se podrá pedir un clon de rodaja de robalo a la mantequilla, una copa de un gran Ribera del Duero?
El barrio de uno
Mi vida ha transcurrido en el mismo lugar, la colonia Educación, al sur de la Ciudad de México, un barrio agradable donde la generosidad de mis vecinos de la tercera edad, que me hablan como si tuviera nueve años, me hace sentir una especie de juventud extraña; sensación que desaparece cuando veo a sus hijos y me veo en su mirada, allí los años no tienen pierde.
La colonia, el barrio, se hizo a mediados de siglo XX, en el México posible que daba terrenos a los profesores de la Secretaría de Eduación Pública, de allí su nombre, y, en la colonia vecina, el centinela, a los trabajadores de Bellas Artes.
Tiene algunas particularidades, por ejemplo, debido quizá a que en algunos tramos las banquetas son reducidas, todo mundo tiene la costumbre de caminar por donde van los coches y de ofenderse si algún automovilista les reclama. También cuenta con vecinos de gustos cromáticos radicales, cada cierto número de casas es posible encontrarse con fachadas color naranja vagón del metro, verde eléctrico o amarillo yema de huevo; sin embargo esa estridencia es bien contenida por lo armónico de sus dos avenidas principales, pletóricas de jacarandas.
Otra faceta es el exotismo comercial, aparecen y desaparecen negocios de giros muy particulares: una pozolería, lubricantes para autos deportivos, cualquier cantidad de peluquerías. Ahora, hay un servicio de lavado de coches con internet y un puesto de hamburguesas que ofrece la verificación y otros servicios de automóvil.
Esa calle de la foto era el universo mismo, en el filo de su acera se jugaba con unos pequeños autos de plástico rellenos de plastilina y era la cancha polifuncional de todo tipo de deportes. Había dos tipos de vecinos: los que regresaban o no los balones que, a veces, terminaban en sus cocheras, entre vidrios rotos.
Por eso sonrío con estocisimo cuando, al momento de tirar la basura, algún vecino mayor me saluda diciendo mi nombre en diminutivo.
Cantar o gemir
Estoy convencido de que la función aleatoria de un ipod trasciende de lo informático y, mediante un recurso extraño –mi hija dice que un “duende”- programa la música de acuerdo a estados de ánimo del usuario. A veces se pone ochentero, otras veces hace recorridos por música gitana o por comedias musicales y otras, como si hiciera una auténtica dramaturgia, por cantantes tan particulares como Jeff Buckley y Björk.
Esa particularidad radica en su don para apropiarse de las canciones y convertirlas en un cuerpo melancólico, oscuro; por momentos, más que cantar parecen gemir.
En los grandes teatros de herradura del mundo, el público se conmueve, llora, con las terribles y a veces eficaces historias de la ópera; música, texto y ejecución logran su efecto, caen lágrimas sobre programas de mano, joyas y copas de vino. Al fallecido Jeff y a mi amiga Björk les basta una canción, transmitida por el delgado hilo de plástico de unos audífonos, para sentir el delicado placer de la melancolía.
La boca, en La Gruta los miércoles
Este proyecto nació hace casi un año, cuando en una charla con tres actores, Abigail, Bernardo y Diana, surgió la idea de hacer un trabajo juntos. Como nos conocemos, estaba claro que no sería un montaje sobre un texto específico, sino una indagación en escena sobre ciertos temas que luego, en una carta –una especie de carta de amor- les propuse.
Esos ingredientes para poner en la mesa eran: un grupo de amigos que recuerda su adolescencia, poesía de Miguel Hernández, algunas piezas musicales, el encuentro amoroso, la añoranza.
Con esa tarea, se presentaron a una primera reunión de trabajo con un nuevo integrante del grupo Luna avante, Leonardo, y una improvisación que transcurría en la cancha de algún bachillerato. A partir de ese día, no dejé de sorprenderme por el gusto de trabajar con actores educados en saltar sin red. Fue un proceso sin ninguna prisa, a veces muy espaciado en el tiempo, adaptable a las complicaciones de agenda, no mía, sino de ellos. ¡Trabajan mucho! Luego se incorporó el actor y cantante Marcial Salinas.
Con el tiempo el proyecto se fue depurando, pero conservó el nombre del único poema de Hernández que se escucha en el espectáculo: La boca. Ella enuncia, recuerda, canta, besa, murmura, se calla. Es un trabajo sobre el amor, más bien sobre la política amorosa: conocer al otro, tener el control y luego perderlo. También se incorporaron unos pares de zapatos que ayudan a recrearlo y tenerlo en escena y dos colaboradoras más, Marcela Ayala, asistente, y Tania Rodríguez, escenógrafa.
Canciones fueron y vinieron, también llegó un poeta de la generación del 27, Pedro Salinas, cuyos versos ayudan en un momento de la obra.
Para mi ha sido una dicha volver a dirigir después de casi cinco años, como tomar la boquilla de algún instrumento, limpiarla, e intentar un jazz escénico.
Estas fotos corresponden a ensayos, la de arriba de septiembre y la de abajo de abril, son de José Jorge Carreón. La obra se presentará en La Gruta, Avenida Revolución 1500, los miércoles a las ocho y media.
Olimpiada en Acapulco
El mar que conocí y disfruté de niño, como el de miles de capitalinos, fue el de la bahía de Acapulco. Los viajes iniciaban a las tres o cuatro de la madrugada, para “aprovechar el día”, de paso ganarle a sol en el cañón del zopilote y luego iniciar el recorrido por playas como Hornos, Puerto Marqués o el Revolcadero.
En esos paseos el entusiasmo y el gusto por llegar al mar se imponían a cualquier consideración sobre moda o buen gusto. Cuerpos y vestimentas se exhibían con total impunidad, fuera del alcance de cualquier Comisión de los derechos humanos; panzas y ombligos en medio de chanclas de hule y pantalones de mezclilla convertidos en “shorts” con tijeras de pico.
Esos cuerpos que disfrutan nada tienen que ver con los que desfilaron hace poco en la olimpiadas, que están totalmente diferenciados por las disciplinas en que compiten.
El cuerpo olímpico es inclemente: un nadador extraordinario que mida menos de 1.70 no llegará siquiera a una ronda de finalistas y en cambio, en gimnasia, será un verdadero gigantón.
Hubo sin embargo algunas excepciones notables que trajeron Acapulco a mis pupilas. Incluso una de ellas ganó medalla de bronce en clavados, Tatiana Ortiz, quien en una de las etapas lució un traje de baño que hubiera ameritado que la descalificaran sin brincar y, en cambio, hubiera sido la envidia de cualquiera de mis primas en Acapulco.
Con menos de veinte años, menuda y morena, Tatiana salta con gusto, se regala y nos regala sonrisas, como si su salto de plataforma fuera desde La quebrada.
Aura de la buena
A finales de los ochentas, me acerqué a la entonces Dirección de Teatro y Danza de la UNAM, para pedir apoyo a un proyecto que estaba levantando, algo se logró, aunque sirvió poco para la obra en cuestión, que salió básicamente mal. Sin embargo, entre los ires y venires a las oficinas de Cultisur pude hablar con el flamante titular, Alejandro Aura, quien al cabo de unas semanas me invitó a colaborar para apoyar el teatro que se hacía en las distintas facultades y para organizar presentaciones fuera de los recintos universitarios, extramuros.
Esto es, la parte de mi vida que tiene que ver con la promoción cultural, que es muy significativa, inició por invitación de Alejandro (tranquilo, tú no tienes la culpa de nada). Por eso, ahora que ya no está, quiero recordarlo hablando de sus merecimientos como productor de proyectos culturales, pues los literarios son conocidos y verificables.
El más notable de ellos es también la palabra, su voz era no sólo una herramienta de trabajo como actor sino una estrategia para convencer a las personalidades más diversas de que el teatro era importante. Así fue posible hacer espectáculos en espacios tan inéditos como Las cárceles de la Perpetua, en el palacio de Medicina, que se convertía en sede de teatro de los siglos de oro, o en la Casa Universitaria del Libro, o utilizar una carreta tirada por un caballo por las distintas Facultades de Ciudad Universitaria para hacer un “pregón” de la cartelera escénica.
Es decir, no sólo se puede pensar lo “imposible”, también producirlo, programarlo y difundirlo. ¿A quién sino a él, se le podría ocurrir organizar un ciclo y un concurso de teatro griego? ¿O hacer de un blog, el suyo, un verdadero reducto de inteligencia y emoción?
Poco convencional a pesar de su frac de “La hora íntima de Agustín Lara”, dicharachero, humorista, “yo no me maquillo, me resano”, podía decir, de buen gusto, chef apasionado, gran negociador de presupuestos, fumador de puro, inventor de los más formidables brindis de fin de año de la Coordinación de Difusión Cultural: comida, bebida, música, servicio; en el sentido más generoso, el aura de Alejandro era la de un anfitrión excepcional en la vida y en la escena.
Por eso era lógico que cuando atendía una llamada telefónica y le preguntaban su nombre para cerciorarse, respondiera: “servilleta”.
A la velocidad del bulbo
La oferta que puede encontrarse en un televisor es amplia en todos los sentidos, la señal que se puede recibir, siempre de acuerdo al bolsillo, y los prodigios técnicos que pueden hacerse a través del control remoto. “Interactivo” parece ser el concepto clave.
La televisión que me acompañó la mayor parte de mi infancia era un mueble con un sistema no de transistores, sino de “bulbos”, que literalmente eran eso, cilindros ovalados con un complejo circuito dentro. Era en blanco y negro, con lo cual para mí la pantera rosa siempre fue gris y los juegos pirotécnicos del castillo de Disney una gama de chispazos blancos.
Ahora bien, varios detalles de la operación de una tele de bulbos ya le daban una recóndita categoría de interactiva:
La oración al altísimo, encender y apagar con un giro. Hacer cualquiera de esas dos operaciones tomaba tiempo, iniciaban y terminaban con un punto brillante al centro del monitor. Mi abuela confirmaba esa categoría mística, pues invariablemente le devolvía el saludo al conductor Paco Malgesto cada vez que éste decía “buenas noches”.
Después de cierto tiempo de uso, la señal comenzaba a volverse opaca y la recomendación era: “déjala descansar”, o sea que ya había hecho un esfuerzo mayúsculo.
En contraste, a veces la imagen comenzaba a saltar y hacerse pequeña, en ese caso procedía darle un vigoroso “sape” en la parte superior, o sea que no se estaba desempeñando bien.
Para cambiar de canal, había que usar una perilla con trece opciones. Con el uso el mecanismo se desgastaba y había que ejercer con la mano presión extra para hacer el giro; cuando ya no había remedio, unas pinzas de electricista. De allí que la indicación correspondiente era tratarla “con delicadeza”, con “cuidado”.
Como se ve, entre caricias, saludos, mutilaciones, el mueble televisor ya quería ser interactivo, eso sí, a la velocidad del bulbo.
Resistencia creativa
¿En qué parte del cuerpo está la resistencia? ¿Es una cuestión del cerebro? ¿Se mentaliza uno y aguanta más? Para los mexicanos la resistencia es una virtud teologal, estamos educados de muchas maneras a “aguantar vara”. Me gusta mucho la explicación que da Luisa Josefina Hernández en uno de sus textos, cuando señala que dicho atributo está en los riñones. La misma referencia fisiológica utiliza D.H. Lawrence en El amante de Lady Chatterley, el jardinero sucumbe ante la señora de la casa cuando los riñones se rebelan e imponen su ritmo, es decir la pérdida del control.
Uno forma parte de la “resistencia” cuando se sabe condenado a la derrota y eso termina por ser una posición ante la vida. Como Atlas que carga el mundo, como el Pípila con su piedra o como el Barsa republicano de los años de la guerra civil, que salió a una gira de la que no regresó.
Unas semanas antes de la Eurocopa que ahora está en desarrollo, transmitieron por un canal de deportes los juegos de finales de torneos anteriores. El de 1972 fue Alemania (occidental) contra la Unión Soviética. Fue un partidazo. Creo que este superlativo se debe al desempeño de los defensas, que en realidad sólo lo eran de nombre; se la pasaban atacando, resistir era un acto de creatividad.
A veces me pasa que soy como Casandra, formulo profecías en la que nadie cree y terminan por ser ciertas. Ahora se trata de la siguiente: esta Eurocopa la va a ganar la defensiva más creativa, no el equipo que haga más goles, sino el que los prepare mejor.
La liga mexicana tiene un garbanzo de a libra, tan excepcional que su nombre parece sacado de una novela de Ibargüengoitia, el defensa del Guadalajara Jonny Magallón (juro que así se escribe). Es fuerte, se atreve a ser distinto en una liga miserable, tanto así que por momentos se atreve a reir en la cancha.
Rigor del aperitivo
“Comenzar es lo difícil”, suelen decir los consejeros de todos los tiempos al referirse a la importancia de dar el primer paso en una actividad que por lo visto puede ser complicada y agotadora. Sin embargo, a veces puede ser placentera, como la comida.
En la mesa ese primer paso lleva por nombre aperitivo y no se da con resignación, sino con júbilo y puede ser una ceremonia que anuncia el mismo acto de sentarse. La versión “salvaje” es la que suele tomarse en una cantina, un trago preparado en un vaso largo con un kilo de hielos, a través del cual transcurren las más irritantes botanas y platillos.
El aperitivo que honra su nombre se sirve derecho, frío de preferencia, seco y traslúcido, como anticipando que no hay engaños ni simulación en la mesa. Puede ser tan lubricante de la conversación que posterga a la eternidad el inicio de los alimentos y estar siempre al alcance de la mano. No en balde los andaluces son los creadores del mejor aperitivo del planeta, el jerez fino.
Por los alimentos que se han preparado, pero sobre todo por la compañía, el aperitivo inicia un territorio de promesas.
Imágenes de Teatro Escolar
Mis experiencias como escolar en el teatro fueron pocas y escasas, dos en realidad. Una fue la adaptación teatral del Principito y sólo recuerdo que era poco verosímil y aburrida. La otra ocurrió en quinto de primaria, nos llevaron al teatro Orientación a ver una obra de un actor y productor conocido como “El zapatero remendón”. Era una obra de ambiente galáctico, con actores y actrices vestidos de plástico plateado que recorrían durante algunos momentos del espectáculo los pasillos del teatro, supongo que para animar a los niños espectadores.
En mi grupo había varios cuya edad y aspecto era casi de universitarios y en uno de los recorridos, uno de ellos le faltó al respeto a una de las actrices supersónicas, algo le dijo o le hizo o ambas. El “zapatero remendón” detuvo la función y regañó a todo el teatro por haber perdido ya el valor fundamental de la inocencia, mientras la actriz, con una minifalda que por supuesto recuerdo, lloraba a su lado.
Menciono esto porque aunque el país se vino abajo, hubo crisis económica, naufragio de credibilidad en el Estado y en la selección mexicana, la verdad es que ahora se hace mucho más y mejor teatro para niños y a veces, se programa en circuitos de teatro escolar. He visto varias que, para decirlo pronto, me han conmovido.
El espectáculo de ver un teatro lleno de escolares que disfrutan una obra divertida y bien hecha, es irrepetible.
Estancias de lo terrible
En el imaginario de uno como niño, pocas cosas hay que expresen tanto terror como la famosa muerte de la madre en Bambi. Después, esa escena se volvió un clásico del sufrimiento y el dolor, muchas personas que no han visto la película se refieren sin embargo a ese momento. Pasaron los años y volví a verla, me pareció toda ella completamente ridícula. Los animalitos del bosque eran de verdad un poco idiotas y claramente el joven protagonista formaba parte de un círculo gay.
Antes, para los adultos contemporáneos, como se nos llama ahora a los cuarentones, ese proceso de maduración como público tomaba lustros. Por ejemplo, yo veía King Kong en el cine, en funciones de Matinee y todavía me resultaba emocionante, pese a que entonces habían pasado más de cuarenta años de su estreno.
Sin ir más lejos, había antes en el cine una clasificación “D”, para mayores de veintiún años; tuve que esperar a la Universidad para ver La naranja mecánica; vamos, ¡Amor sin barreras era para adultos!
La sorpresa –relativa- es que para los niños y jóvenes de ahora, como mis hijos, ese camino es cuestión de meses. Por ejemplo, mi hija jura, después de haber visto El exorcista, que se trata de una película cómica y una risa similar le provocan películas que antes me daban insomnio.
En cambio, invertir la situación no tiene problemas, cuando vimos El aro, los espié y tenían subidos los pies en la butaca en las escenas climáticas, cosa que yo no hacía solamente por inhibición y kilos.
Parece claro que ir al cine no se construye solamente con lo visto en la pantalla, sino que se adereza con la compañía, el ánimo y la información previa; una cabal experiencia de excursionista del celuloide.
Medicina en tiempos de Bush
El cuerpo de muchos, cuando se acerca un periodo vacacional, decide que es tiempo de enfermarse, una vez que la responsabilidad laboral entra en receso. En vacaciones como las decembrinas, esa decisión se agradece pues así puede uno estar postrado leyendo, escribiendo algo o desde luego viendo la televisión; películas y series que no pudieron verse durante el año. De estas últimas hay como sabemos algunas que son notables, verdaderas lecciones de guionismo y producción, capaces de crear un universo verosímil que cabe, según sea el caso, en 23 o 43 minutos.
Y ahora, en el último lecho de enfermedad, he podido ver las últimas temporadas de Grey’s Anatomy y Dr. House. Como otras tantas series de “batitas blancas”, esas dos corroboran que el quirófano, la sala de espera, los consultorios, son el territorio ideal para la batalla entre pacientes, enfermedades y curadores. Dejan ver además concepciones de ética y medicina que manifiestan un mundo conservador y hegemónico.
Por ejemplo en Dr. House, el desagradable protagonista tiene como objetivo no la salud del cuerpo, sino descubrir la enfermedad; no sanar, sino descifrar enigmas. Es adicto a un medicamento con opio y tiene a su cargo a tres residentes que poco a poco se van convirtiendo a su particular filosofía: ignorar tanto las peticiones del paciente, a quien ven como un adversario, como la vocación social de la medicina.
El procedimiento alópata se radicaliza, el cuerpo enfermo, como Irak, es bombardeado a la búsqueda de la enfermedad-armamento secreto. El gancho dramático de la serie es que desde luego se encuentra “el mal” y se destruye, aún y cuando de trate de patologías o síndromes que se descubren en los últimos minutos y suelen tener nombres extravagantes tipo Strokapovich o Runskalkalion.
La buena factura de la serie, el cuidado con el que está hecha, la espléndida selección musical, no le quitan a uno la idea de que este Doctor House podría perfectamente ser el médico de cabecera de la Casa Blanca.
Vainilla para actuar
En un famoso programa de entrevistas a actores, que se transmite por televisión de paga, es frecuente ver a un abanico muy extraño de estrellas de Hollywood. En todos los casos debe reconocerse que el entrevistador tiene un muy buen equipo de investigadores y las preguntas suelen ser muy buenas y pertinentes.
En cierta ocasión entrevistó a Tommy Lee Jones, este solvente actor de rostro “cacarizo” que tiene apariciones notorias en el cine y que hace poco debutó como director. Cuando toca hablar de El fugitivo, cinta protagonizada por Harrison Ford, le pregunta sobre su objetivo como actor. Jones responde, escueto, “trabajar para Harrison”.
Esa aseveración coincide con una de las definiciones de la actuación que más me gusta y expresa a la vez, las virtudes de uno de los postres más formidables, el helado de vainilla: actuar es trabajar para el otro. Es decir, en la medida en que estoy atento y dispuesto a lo que dice mi compañero de escena, mis intervenciones serán más verdaderas y lógicas.
Así es la vainilla: modesta, suave, pero imprescindible. En su encarnación como helado cumple muchas funciones, alivio inigualable para el tubo digestivo después de una alimentación condimentada; compañero solidario del strudel de manzana, tan sólo verlos juntos provoca sentimientos de equilibrio en cuanto a temperatura, sabor, consistencia. También es un suave lecho para trozos de chocolate amargo. Como un buen actor, como Jones, puede ser protagonista a pesar de sí mismo.
A diferencia de la fresa y el chocolate, educados con tenacidad en el monólogo, el helado de vainilla sostiene diálogos espléndidos a cucharadas.
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