Goles en el jardín de los cerezos
El actual patio interior de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ahora poblado de árboles, fue hace años un jardín más simple, con el único verdor del pasto, ideal para hacer círculos de lectura, sentarse a comer, pero sobre todo a jugar futbol.
Los cristalazos y los daños ecológicos estimularon la siembra de árboles de tamaño tan adecuado como para inutilizar cualquier propósito de lanzar un tiro prodigioso, desbordar por banda derecha o intentar una barrida temeraria. Luego el ingenio culterano bautizó ese espacio con el nombre chejoviano que conserva a la fecha, jardín de los cerezos.
Pero eso no detuvo las ansias futboleras de quienes estudiábamos allí, Ruvalcaba cargaba consigo un televisor pequeño para poder seguir los partidos del mundial de España, que coincidían con una de las clases de estudios literarios. Allí, mientras la profesora hablaba de Jan Kott, disfrutábamos sin mucho disimulo el choque Brasil-Argentina.
Es más, se armó un equipo para jugar en una liga, en las canchas de prácticas que están detrás del Estadio. Si mal no recuerdo se perdieron todos los partidos, eso sí, muy épicamente; a veces no se ajustaba la alineación y se improvisaban integrantes: el “Confesor” Trejo llegó a jugar con botas rancheras, de las picudas, “Manny” Manríquez jugó de delantero y todo el tiempo quedaba en “Off side”, regla que desconocía por completo, y ante los gritos continuos del capitán Ruvalcaba de ¡Salte, salte!, volteó indignado a ver a sus coequiperos, nos mentó la madre y abandonó la cancha, “El Lobo”, que tenía una cojera, jugaba de portero, Amaro era poseído por Stanley Kowalski y la emprendía a gritos y empujones con el árbitro, que a continuación lo expulsaba.
Como sea, todo eso era cobijado por el fervor y la camiseta puma, un equipo diferente, con jóvenes de ligas inferiores que todo el tiempo atacaba y que siempre era la base para la Selección Nacional; con una porra, la “Plus” cuyos versos escatológicos a veces alcanzaban la extensión de un soneto.
Los juegos en finales se vivían con total intensidad, festiva los que se ganaban y trágica cuando era derrota. La final robada por el América en 1985, en un tercer juego en Querétaro la sentimos casi como la pérdida del territorio de Texas.
Los pumas persisten, a pesar de malos directivos que se empeñan en hacerlo un equipo más del montón, con un uniforme lleno de basura publicitaria, ¿eso de verdad honra a nuestra Máxima Casa de Estudios? El once ideal con motivo del cincuenta aniversario es bastante cuestionable, intenté hacer uno propio, pero no bajo de trece. Lo que realmente importa es que el Goya allí está, despierto e indómito.
Amores de pantalla chica
La grandes figuras del cine nos han seducido de tantas maneras, consumamos actos de idolatría que van más allá de la calidad de la película y llegan a una especie de contemplación mítica. Digamos Anne Hathaway. Por ejemplo, tras una reflexión profunda y asumiendo mi condición de “fan” metafísico, prendado de sus ojazos, boca grande y talento, estoy dispuesto a perdonarle películas como One Day; es más, a otorgarle una disculpa anticipada por salir de Gatúbela en Batman.
Ahora bien, no nos hagamos de la boca chica, asumida la erradicación de la nostalgia que se tiene al alcance de la mano con You Tube, puede uno darse a la tarea de buscar amoríos virtuales del pasado en territorios de la “otra”, en tiempos llamada también “caja idiota”. Vayamos a fondo, pues tampoco se trata de hablar de series producidas en otros países, ¡qué fácil decir: estuve enamorado de Barbara Eden en Mi bella genio, de Jaclyn Smith en Los Ángeles de Charlie!, o de John Hamm en Madmen, sino con toda impunidad, de programas hechos en México. O sea, para echarle más limón a la herida, haber mirado en algún momento la señal abierta del canal de las estrellas o equivalentes.
Mencionaré dos que este momento abandonan el closet de los inconfesables. La primera no resiste el paso del tiempo, acabo de ver un videoclip y no puedo más que dar la razón a quienes me decían, “¿qué le ves?”, sin embargo en aquel tiempo me encantaba y la imaginaba casi casi mi novia, Laura Flores.
La segunda es relativamente más reciente y me llamó la atención su buena pinta para hacer escenas muy ridículas con cierta gracia, su belleza modélica de la Colonia del Valle y sobre todo su voz ronca. Qué pena, pero francamente se trataba de Lucero en un culebrón de nombre categórico: Los parientes pobres. A lo que llega uno, en algún momento la busqué sin éxito para que develara la placa de una obra de teatro que dirigí.
En espacios distantes, mientras desarrollo mi trabajo del tingo al tango, la veo aún en portadas de revistas frívolas, saludando y deseándome suerte con su voz rasposa.
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