Cádiz State of Mind
Eduardo Bablé, músico y coordinador general del Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz, FIT, mira con asombro las marionetas Rosete Aranda-Espinal que expone el INBA en el museo iberoamericano del títere del milenario puerto fenicio: los detalles de la expresión, el cuidado de las articulaciones y la amplitud del repertorio de esa compañía mexicana.
También para eso alcanza la programación de este Festival que llegó ahora a su edición 27, a contrapelo de la recesión española, con 32 eventos programados en cinco espacios cerrados y varias alternativas de abiertos durante 12 días, y que mantiene encendidas la luces de su naturaleza: lo más importante no es la programación artística, pues pesan más criterios de representatividad y hasta de solidaridad latinoamericana, sino hacer un acto de política cultural de apertura de brazos hacia el otro lado del charco.
Y realmente ocurre, circula la información entre artistas, programadores y académicos, se contratan giras, aunque las más de las veces sean en otros países de América. Con algunas excepciones, que se agendan con mucha antelación, Cádiz no es punto de entrada para España y Europa, sino para un variado número de retornos americanos.
Salvo el Teatro Falla y el casi nuevo Teatro de Cómicos de la Tia Norica, la infraestructura no es particularmente notable, la ciudad de San Luis Potosí, sede de la última muestra nacional de teatro, supera fácilmente el número de recintos; todo se pone en la cancha del intercambio y el debate escénico; qué mejor manera de festejar el doscientos aniversario de La Pepa, la Constitución Española de 1812.
La frase dominguera que se escucha en los Foros que se llevan a cabo en el hotel sede, lograr la “fidelización de público” se explica en el día a día del evento, los gaditanos siguen atentos la programación del Festival y se dejan caer en aquello que les interesa; una señora afirma, en la fila para entrar al Teatro Falla, que jamás volverá a ver una obra mexicana, pues la experiencia que tuvo años atrás allí la vacunó por completo.
Hay espectáculos tan densos y aburridos que bien podrían ameritar inconformidades diplomáticas, pero todo lo permite este puerto, donde se puede acompañar la agenda de cada día con uno o varios finos, una comida de señorito; eso sin descartar al religioso apego a la siesta, que al no poderse tomar en un maratón de hasta tres obras diarias, convierte a las butacas en remedo de mecedoras.
Si los arqueólogos del siglo XXVI quisieran hacerse una idea del teatro que se exhibe en este Festival a partir de lo que documentan los investigadores y críticos, que son quienes coordinan los foros de discusión de las obras donde se habla de procesos de trabajo y trayectoria de los colectivos, se llevarían una idea por lo menos incompleta, pues en la explicación todo tiene apariencia de extraordinario.
Los sábados y domingos en la Plaza de la Catedral ocurre la mayor sintonía entre la programación y los ciudadanos. Ese lugar, de suyo concurrido como paseo de fin de semana, se transfigura para presenciar pasacalles, espectáculos de acrobacia, botargas, zancos y marionetas gigantescas operadas por grúas. No en balde es en ese rubro donde se siente mejor la evolución cualitativa del Festival.
En la exhibición en espacios cerrados destaca el grupo ecuatoriano Malayerba, con Instrucciones para abrazar el aire, “pequeñísima tragedia contemporánea”, según la describe Arístides Vargas, sobre el caso de los niños robados por militares durante la dictadura en Argentina. Juego escénico emotivo, a través de la palabra, elementos de clown; imágenes de la pérdida que cobran fuerza con el trabajo sólo de los dos actores, ella en particular, Charo Francés, vale su peso en oro.
Otro trabajo notable, el de los chilenos que presentan Amores de cantina, de Juan Radrigán, dirigido por la jovencísima Mariana Muñoz, especie de concierto escenificación con textos versificados, que logra la explosión de un espacio festivo gracias a la condición musical de sus espléndidas actrices, María Izquierdo y Emma Pinto, y que sólo se tambalea un poco cuando sucumben a la tentación de “tener que contar algo”, sobre todo si se trata de amores, desamores y muertes pasionales en una cantina.
Pueden notarse tendencias identificables en el campo de la creación escénica iberoamericana: la exhibición en pequeño formato, con un máximo de 30 espectadores, en espacios alternativos, de manera recurrente habitacionales, como ocurre con un reconocido grupo colombiano, La maldita vanidad, que presenta dos obras, El autor intelectual y Los autores materiales, aunque está claro que cercanía con el público no es igual a contacto, como ocurre con esta espontaneidad prefabricada al modo de la telenovela.
México estuvo representado por tres escenificaciones, El padre pródigo, de Flavio González Mello, en cuya función de invitados al festival hubo desbandada en el intermedio, al día siguiente, en cambio, con público ciudadano, la obra tuvo una mejor y más favorable acogida; Acciones sobre la fuerza de la debilidad, de Sylvia Eugenia, presentación que aborda la verosimilitud escénica a partir de improvisaciones con los asistentes y que concluye convidándoles en jarritos de barro un contundente mezcal; y Caballeros y dragones, del grupo Cornisa 20, una fábula medieval representada en espacios abiertos, se trata, por cierto, de uno de los colectivos mexicanos con mayor capacidad de circulación e invitado por tercera ocasión al evento.
Reflexionar sobre el teatro desde el mismo teatro ha sido una tendencia centenaria en los dramaturgos, ¿cómo olvidar esa maravillosa obra de Thomas Bernhard, el Hacedor de teatro? Un actor en gira atrapado por su ego evade ayudar a las personas del pueblo que se encuentra en una situación de emergencia. El legendario Albert Boadella va más allá con su obra en la noche de clausura, El Nacional, en la cual Don José, el viejo acomodador de un teatro, quiere poner en escena Rigoletto con músicos de la calle, mientras el espacio está a punto de ser demolido. A partir de ello el director fundador de Els Joglars hace una burla cruel y eficaz de políticos, empresarios, músicos y desde luego actores y directores de teatro, “artistas histriónicos, intelectuales y realistas que convirtieron la profesión en un arte decadente”.
La ciudad se ha apropiado del teatro, la entrega de importantes premios de la especialidad no se lleva a cabo en recintos del Festival, sino en el salón de actos del Ayuntamiento de la Ciudad, en ceremonia presidida por la alcaldesa Teófila Martínez, que a través de muchos años de gestión ha logrado que este evento aglutinador de teatristas sudacas forme parte del calendario cívico y turístico de su ciudad.
También hay tiempo para ir a la Peña la Perla, en el barrio gitano de la Ciudad, transcurren las tortillitas de camarón y las patatas aliñás con el Fino, para presenciar un espectáculo de flamenco que eriza la piel. Hay fuerza y pasión en esa bailaora, Marisa Albaicín, que no muestra, sino desafía a los asistentes, mirada y manos de águila, el secreto compartido de los artistas escénicos para desgarrar y acariciar a la vez.
Ya lo decía Billy Joel, el italiano de Nueva York, refiriéndose a la Ciudad de los rascacielos, la ciudad trasmina al estado de ánimo, It comes down to reality, and its fine with me cause I've let it slide, los espacios y las gentes de Cádiz se hacen presentes, se deslizan al lado de uno en la distancia. Un estado anímico gaditano, Cádiz State of mind.
Chéjov en Coyoacán
Los cuentos de Chéjov me parecen maravillosos, me inquietan. ¿Cómo puede alguien lograr que los personajes y las situaciones trasciendan del punto final del relato? Así ocurre en La dama del perrito, ¡los protagonistas no saben que lo peor está por venir! En cambio el lector lo sabe, lo disfruta y padece. La pólvora de este autor en eso consiste, en hacer presente la ausencia, en mostrarnos personajes cuya intimidad y secretos se van desgajando a pesar de sí mismos.
Hurgando en una librería hace unos seis años, me topé con un volumen que anunciaba tres obras de teatro relacionadas con el médico y literato ruso, el autor era Brian Friel, muy reconocido en Irlanda, cercano a personalidades muy diversas del medio del espectáculo, Ralph Fiennes, por ejemplo. El título me atrajo de inmediato porque la primera obra que anunciaba era The Yalta Game, El juego de Yalta, el juego de seducción nada menos que de La dama del perrito, cuyo primer tercio transcurre en ese puerto turístico del Mar Negro.
Devoré los textos y me atraparon por la sapiencia artística de Friel para captar lo esencial de su colega, y también porque ponía todo el alcance expresivo de su propuesta en la cancha de los actores, un posible espectáculo de la actoralidad, llena de sutileza, progresión y misterio. Afterplay habla de la manera en que las personas nos relacionamos con distintos tipos de pérdida, El oso recorre en cuarenta minutos la radiografía de la relación amorosa: desprecio, rechazo, interés, deseo, conveniencia.
De allí derivó otra propuesta de radicalidad, que el elenco base estuviera integrado por una pareja de actores, capaces de dar un vuelco de tono radical entre la primera y la segunda obra. Cuando estos textos se han hecho en distintos teatros ha sido con elencos diferentes, tres actores para El oso, dos para Afterplay. Aquí se requerían artistas escénicos capaces de asumir con responsabilidad y creatividad ese riesgo. Así lo hicieron, y con creces. El espectáculo fue posible porque Mónica Dionne y Rodolfo Arias se aventaron sin red. Se sumaron al proyecto Marcial Salinas y Martha Moreyra. Una trouppe de actores pequeña, sorprendente e intensa.
El trabajo con ellos fue de siete semanas, que me dejaron agotado como Voinistki en Tio Vania, pleno de pasión como Treplev en La Gaviota y con ganas de irme a Moscú, como Irina en Tres hermanas.
Previamente el trabajo de preproducción se hizo con dedicación y ánimo de juego con Teresa Alvarado y Anabel Altamirano en el diseño y Afredo Michel en la traducción. Isael Almanza acompañó en la asistencia todo el proceso, al que luego se sumó Paloma de la Riva.
Todos ellos, de la mano de los encargados de la Dirección de Teatro de la UNAM y del maravilloso Teatro Santa Catarina, lograron el prodigio de tener, en la mayor parte de la temporada, la compañía de 70 almas que aplaudían con buen ánimo las veredas emocionales de Friel y Chéjov, continuas y sorprendentes.
El bueno, el malo y el teatro
Pese a que mis orígenes familiares por vía paterna provienen de Durango, han sido pocas las oportunidades que he tenido para visitar esa capital. A últimas fechas más, pues participé como profesor en dos de los Diplomados organizados por el INBA, en 2009 y en 2010, y luego dirigiendo una producción para un grupo local.
Abro un paréntesis para señalar que, combinando el dato histórico y la certeza de la fabulación, estoy en condiciones de demostrar que soy bisnieto de Pancho Villa, claro que en el momento en el que mi abuelo llegó al mundo, el Centauro todavía se apellidaba Arango; todo lo cual da para una nota que por supuesto escribiré más adelante. Cierro paréntesis.
El gusto por la charla, digamos más, la pasión por la palabra, caracteriza a buena parte de la muy prolífica comunidad teatral duranguense. Sin ir más lejos, el director Macario Rueda tiene un programa radiofónico semanal en el que, cada emisión, estrena una obra breve que es leída por sus invitados.
Los Diplomados permitieron la coexistencia de personas de amplia trayectoria con algunos que apenas daban sus primeros pasos, eso bajó la guardia y enriqueció la experiencia de todos los integrantes de esos colectivos. Cuestionar, poner en crisis, es el comienzo de un aprendizaje verdadero y hubo en muchos una réplica, a veces desde la escena, pero también brincando en ramas no menos importantes, como la formación continua y la difusión. En eso andan quienes ahora lanzan, para beneficio de todos, una gaceta teatral.
En Durango uno puede asombrarse con las escenificaciones de la nostalgia que hacen frente al piano, algunas noches, los viejitos en el restorán del Hotel Casablanca, consentirse con las delicias de la cafetería Wallander o creerse vaquero y buscar al fantasma de John Wayne o Mario Almada en Chupaderos, pueblo del oeste. No ubico otra ciudad del país donde dos teatros centenarios estén casi frente a frente, el íntimo y pequeño Victoria, el grande y elegante Ricardo Castro.
Una pena, sin embargo, que ambos carezcan de actividad teatral significativa, interesante y de puertas abiertas. Durante una de mis estancias más largas, el mayor éxito de público que vi desde la ventana del hotel, gritos y sombrerazos de por medio, ¡fue un concurso de mariachis!
Más aún, la Ciudad cuenta con la infraestructura suficiente para ser sede de la Muestra Nacional de Teatro, dando aliento al desarrollo de grupos locales a través de propuestas de calidad y una bocanada de aire puro para una región también devastada por la violencia y la inseguridad.
Por ello es tan valioso que estos jóvenes que asoman a la treintena, coordinados por el actor Joshi Madrid, mantengan su espacio de entrenamiento y búsqueda y prueben además difundir sus pensamientos y reflexiones. Tienen combustible y fuerza para hacerlo, ganar en un duelo metafísico, con música de Ennio Morricone, para lograr que al teatro se le deje de hacer el feo.
Goles en el jardín de los cerezos
El actual patio interior de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ahora poblado de árboles, fue hace años un jardín más simple, con el único verdor del pasto, ideal para hacer círculos de lectura, sentarse a comer, pero sobre todo a jugar futbol.
Los cristalazos y los daños ecológicos estimularon la siembra de árboles de tamaño tan adecuado como para inutilizar cualquier propósito de lanzar un tiro prodigioso, desbordar por banda derecha o intentar una barrida temeraria. Luego el ingenio culterano bautizó ese espacio con el nombre chejoviano que conserva a la fecha, jardín de los cerezos.
Pero eso no detuvo las ansias futboleras de quienes estudiábamos allí, Ruvalcaba cargaba consigo un televisor pequeño para poder seguir los partidos del mundial de España, que coincidían con una de las clases de estudios literarios. Allí, mientras la profesora hablaba de Jan Kott, disfrutábamos sin mucho disimulo el choque Brasil-Argentina.
Es más, se armó un equipo para jugar en una liga, en las canchas de prácticas que están detrás del Estadio. Si mal no recuerdo se perdieron todos los partidos, eso sí, muy épicamente; a veces no se ajustaba la alineación y se improvisaban integrantes: el “Confesor” Trejo llegó a jugar con botas rancheras, de las picudas, “Manny” Manríquez jugó de delantero y todo el tiempo quedaba en “Off side”, regla que desconocía por completo, y ante los gritos continuos del capitán Ruvalcaba de ¡Salte, salte!, volteó indignado a ver a sus coequiperos, nos mentó la madre y abandonó la cancha, “El Lobo”, que tenía una cojera, jugaba de portero, Amaro era poseído por Stanley Kowalski y la emprendía a gritos y empujones con el árbitro, que a continuación lo expulsaba.
Como sea, todo eso era cobijado por el fervor y la camiseta puma, un equipo diferente, con jóvenes de ligas inferiores que todo el tiempo atacaba y que siempre era la base para la Selección Nacional; con una porra, la “Plus” cuyos versos escatológicos a veces alcanzaban la extensión de un soneto.
Los juegos en finales se vivían con total intensidad, festiva los que se ganaban y trágica cuando era derrota. La final robada por el América en 1985, en un tercer juego en Querétaro la sentimos casi como la pérdida del territorio de Texas.
Los pumas persisten, a pesar de malos directivos que se empeñan en hacerlo un equipo más del montón, con un uniforme lleno de basura publicitaria, ¿eso de verdad honra a nuestra Máxima Casa de Estudios? El once ideal con motivo del cincuenta aniversario es bastante cuestionable, intenté hacer uno propio, pero no bajo de trece. Lo que realmente importa es que el Goya allí está, despierto e indómito.
Amores de pantalla chica
La grandes figuras del cine nos han seducido de tantas maneras, consumamos actos de idolatría que van más allá de la calidad de la película y llegan a una especie de contemplación mítica. Digamos Anne Hathaway. Por ejemplo, tras una reflexión profunda y asumiendo mi condición de “fan” metafísico, prendado de sus ojazos, boca grande y talento, estoy dispuesto a perdonarle películas como One Day; es más, a otorgarle una disculpa anticipada por salir de Gatúbela en Batman.
Ahora bien, no nos hagamos de la boca chica, asumida la erradicación de la nostalgia que se tiene al alcance de la mano con You Tube, puede uno darse a la tarea de buscar amoríos virtuales del pasado en territorios de la “otra”, en tiempos llamada también “caja idiota”. Vayamos a fondo, pues tampoco se trata de hablar de series producidas en otros países, ¡qué fácil decir: estuve enamorado de Barbara Eden en Mi bella genio, de Jaclyn Smith en Los Ángeles de Charlie!, o de John Hamm en Madmen, sino con toda impunidad, de programas hechos en México. O sea, para echarle más limón a la herida, haber mirado en algún momento la señal abierta del canal de las estrellas o equivalentes.
Mencionaré dos que este momento abandonan el closet de los inconfesables. La primera no resiste el paso del tiempo, acabo de ver un videoclip y no puedo más que dar la razón a quienes me decían, “¿qué le ves?”, sin embargo en aquel tiempo me encantaba y la imaginaba casi casi mi novia, Laura Flores.
La segunda es relativamente más reciente y me llamó la atención su buena pinta para hacer escenas muy ridículas con cierta gracia, su belleza modélica de la Colonia del Valle y sobre todo su voz ronca. Qué pena, pero francamente se trataba de Lucero en un culebrón de nombre categórico: Los parientes pobres. A lo que llega uno, en algún momento la busqué sin éxito para que develara la placa de una obra de teatro que dirigí.
En espacios distantes, mientras desarrollo mi trabajo del tingo al tango, la veo aún en portadas de revistas frívolas, saludando y deseándome suerte con su voz rasposa.
Ciencia de las emociones
Sabemos que la difusión de la ciencia es una estrategia que puede valerse de recursos teatrales, el museo Universum de la UNAM produce obras acordes con su vocación y las exhibe los fines de semana, o programas televisivos legendarios como El mundo de Beakman, plantan su eficacia en un buen guión y tres personajes propios de la farsa, el científico de pelos parados, su asistente, y una tremenda rata; también que el teatro, como otras artes, incorporó a su concepción y práctica referentes como el método científico o el espacio de trabajo concebido como laboratorio.
Tanto así que una corriente dramatúrgica, el naturalismo, suponía a los personajes como componentes de un experimento colocados en una caja de Petrie y un autor posterior, Brecht, denominó a su teatro de la “era científica” por su capacidad para descubrir, desvelar.
Pero, ¿cómo se ve la ciencia desde el teatro?¿podría aplicarse algo así como ciencia de las emociones a la creación de una ficción escénica? ¿quiénes y porqué serían los grandes científicos del teatro? La provocación de estas preguntas, mas la afición a un programa radiofónico que tristemente ya salió del aire, El explicador, me llevan a intentar un acercamiento desde el punto de vista de la difusión entre ambos campos.
La gran virtud de ese programa, que puede todavía seguirse en Internet, es que relaciona toda actividad humana con la ciencia, es decir con una explicación no sólo metódica y precisa, sino hasta un poco literaria; elabora relatos teóricos sobre los hechos que estudia. Por ejemplo, en el terreno del futbol, lo que hay detrás de equivocarse al tirar un penalty. Basta de argumentos antropológicos, sociales, problemas de motivación o falta de sesiones en el diván para explicar los fallos recurrentes de los futbolistas mexicanos en el manchón penal, que los han marginado de distintas competiciones. La verdadera explicación es muy simple, según lo señala el biólogo Ganem en los micrófonos, es una respuesta emocional ante el miedo, que provoca que la amígdala se desconecte del lóbulo prefrontal. Ahí nomás.
Otro estratega de la difusión, en este caso deportiva, se vale de recursos del campo de la ciencia para desentrañar los secretos de prácticas tan disímbolas como el béisbol o la carambola de tres bandas y elaborar axiomas que de paso uno puede llevarse a su propio día a día. Me refiero a Pedro “El mago” Septién, que sobre el rey de los deportes tiene las siguientes joyas: “las estadísticas son profetas que miran hacia atrás”, toda sorpresa es relativa y está condicionada por los antecedentes, Irina nunca se casará con Tusenbach en Tres hermanas y México no ganará pronto una copa mundial de futbol; “contra la base por bolas no hay defensa”, un mal actor no va a mejorar a tres semanas del estreno, equivocarse tiene consecuencias, aunque la propia falla puede ser una estrategia para obtener una ventaja posterior. Invaluable su definición global de ese deporte: “ballet sin música, drama sin palabras, carnaval sin colombinas”.
Donde también se vuela la barda es al describir la carambola de tres bandas, actividad que suele transmitirse en canales de deportes, pero que uno no deja de asociar con humo de cigarrillos y sonido de hielos que entrechocan en el vaso de una cuba libre: “matemática oscura y brillante ballet”; la precisión de un trazo mental y la fuerza justa de la ejecución para lograr un contacto inverosímil.
Paso al terreno, a la cancha, del teatro y las artes, diversas obras han tomado con mucha fortuna como protagonistas a científicos, como el mencionado Brecht con su Galileo Galilei, La Prueba, de David Auburn o la notable Copenhagen, de Michael Frayn, en la cual Claudio Obregón hacía química pura para crear un Niels Bohr entrañable y agudo.
Sin embargo, si me doy a la tarea de forzar la imagen de un científico, no veo al premio nobel Molina tomando café en una terraza, con una libreta al lado, sino a un hombre vestido de blanco, con tapabocas y mirada frenética tratando de animar a un muerto en el quirófano, en pocas palabras al doctor Frankenstein. Si aprieto más lo ojos entonces la imagen mejora y quien se aparece es Gene Wilder en su papel de doctor Fronkenstein en la película de Mel Brooks.
Algunos grandes maestros del siglo XX aspiraron a una ciencia del teatro e indagaron en la naturaleza de la Puesta en escena y el trabajo físico, emocional y mental del actor, ennobleciendo el proceso creativo más allá de la intuición. Una de las más formidables revoluciones sobre el arte del actor está por cumplir cien años y partía del supuesto de la integración expresiva del ingeniero, el atleta y el comediante: Meyerhold, con sus pelos parados como Beakman, y su biomecánica.
¿Qué imágenes podemos entonces provocar para hablar de una ciencia de la emoción en la escena mexicana? Sobre todo la del director Ludwik Margules, quien hubiera podido perfectamente transitar, cubierto con una bata, por los pasillos del Instituto de Investigaciones Biomédicas. Sostenía, en su curso de Metodología de la Dirección, que la puesta en escena era una combinación perfecta de “precisión y misterio”, y luego desarrollaba una serie de ejercicios y tareas para cuyo análisis uno se sentía en un anfiteatro mirando una disección, avizorando la mera mera esencia dramática, el oro o el tumor que el profesor ostentaba frente a todos, como si los sujetara con unas pinzas.
O la de estudiantes del sistema de Luis de Tavira, usando lupa y calculadora para derivar de la obra de teatro la ecuación tonal, estrategia para la comprensión que, según explica el profesor Esteban Montes, “valora los signos que se encuentran en el texto, los categoriza y establece su peso y dimensión”.
Tan interesante como las preguntas que lanzaba al inicio de este texto, sería saber qué piensan del teatro y cómo se acercan a él las personas que se dedican a la ciencia, de qué manera esa actividad forma parte o no de sus gustos de consumo cultural. O bien preguntarle al Explicador cuál es el proceso neurofísico del aburrimiento, o si es posible medir la energía que se produce en una escenificación entre actores y público.
A final de cuentas, el teatro que conmueve a través de los actores se parece justo a la carambola de tres bandas: la ciencia y emoción de tocar, pegar, acariciar a la bola de marfil después de un recorrido triangular, inédito e irrepetible.
Clases con Vero
Muero de la envidia cuando escucho que familiares o conocidos vienen de alguna reunión periódica con amistades de la primaria, secundaria o bachillerato. Más aún cuando veo que presumen las fotos y por más crueldad que los años puedan tener con exceso de kilos o falta de cabello, se sigue notando una cierta afinidad.
No conservo una sola amistad de la primaria y secundaria, recuerdo a un gran amor platónico, María, que nunca se enteró de mi corazón roto a los ocho años; luego ubico perfecto a varios compañeros, casi siempre por apodo más que por nombre, como “chorejas”, “pelofino”, “satán”, “malibú”, a su vez, es posible que ellos me recuerden por el mío, que era “chivigón”.
En cambio, del bachillerato, para más señas el maravilloso cch del pedregal, conservo tres amistades con las que mantengo una gran relación. Pero donde en definitiva establecí en grado extremo el significado de ser “cuaderno de doble raya”, fue en la no menos esplendorosa UNAM, campus Facultad de Filosofía y Letras. Las afinidades significativas que allí tomaron camino siguieron con el paso del tiempo y durante un buen periodo logramos reunirnos una vez al año. Nos conocemos, dirían los clásicos, “requeteharto”.
Un lugar especial tiene Verónica Maldonado, talentosa actriz, dramaturga y dibujante, cuya letra manuscrita siempre me ha llenado de envidia, pues la mía recuerda a un electrocardiograma. Saliditos del cascarón del Teatro Wagner y el Teatro Nuevo, generamos muchos proyectos comunes de trabajo en los que participábamos haciendo de todo un poco, luego cada uno lo fue haciendo por su cuenta. Pero ocurre que apenas hace unas semanas acabó una breve temporada de Tutoriales, obra que ella escribió y yo dirigí.
Ha sido un reencuentro grato y muy disfrutable, el ingenio y la agudeza se depuran y pudimos cumplir con el objetivo común y añoso de una obra que dialogara con el público común y corriente, aspiración ciudadana que nunca hemos dejado de compartir. Tengo mucha confianza en que Tutoriales pueda verse de nuevo en cartelera, pero más en seguirme divirtiendo como escolapio ensayando una obra, a la sombra de los árboles que pueblan el jardín de los cerezos.
Horror al error
Hace unas semanas, en un curso de evaluadores de proyectos educativos, nos hablaban de los nuevos modelos de planeación estratégica para mejorar la calidad de la enseñanza en el campo artístico.
Conozco de mucho tiempo atrás esas iniciativas, que apuntan, por ejemplo, a estar en condiciones de colgarse la medalla ISO 9000 de calidad en el servicio. Nunca he sabido en específico porqué esa combinación de letras y números, pero siempre me ha recordado a la computadora perversa de 2001, Odisea del espacio, HAL 9000.
Para llegar a una propuesta de calidad, se hace un análisis de la Institución o Empresa a acreditar y se elabora un documento con lo que se hace bien o mal y se les llama fortalezas y debilidades. Bueno, llamaba, ahora encuentro que se llegó a un matiz todavía más light para hablar de lo que se hace mal y lleva por nombre “área de oportunidad”.
Llegar a eso para mejorar el enfoque pedagógico de educación en artes me parece una contradicción, si no se reconoce clara y enfáticamente un error no va a ser posible aprender de él, se desdibuja lo que se tiene que corregir y precisar. Perder el miedo a equivocarse en un principio cierto para indagar en la propuesta propia y personal del artista.
El miedo a las palabras tamiza entonces nuestro día a día, evade asumir y enfrentar responsabilidades.
Aunque la falla del futbolista Ricardo Osorio en el partido contra Argentina en el pasado mundial de Sudáfrica 2010, quiera verse como un área de oportunidad, está clarísimo que se trata de un error, un horror, una cajeteada, una cag…
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