Luces de Broadgüey

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Recuerdo la fábula perversa de Monterroso acerca del mono que quería ser escritor satírico, no termina por hacerlo pues considera que sus comentarios ácidos van a lastimar su relación con todo el reino animal.

Me pasa algo similar con tantos amigos y conocidos que trabajan en el sector cultural, una vez que he tenido la experiencia de asistir a un espectáculo en la recién remodelada sala principal del palacio de Bellas Artes. Sin embargo el mono tiene la esperanza de que ahora la vida en la selva sea más amable, con una buena capacidad de oído para sus comentarios.

En la segunda sección de luneta, resistí la tentación de tomar fotos con el teléfono celular, cosa que hacían varios de los asistentes, pero eso me permitió ver la coexistencia de dos espectáculos, uno que ocurría en el escenario, del cual ya se ocuparán algunos, y el que consistía en mirar la sala, el piso, las innumerables bocinitas, la cabina, butacas, pasillos y demás.

Parece ser que uno de los argumentos de la intervención arquitectónica fue actualizar la mecánica teatral y la recepción, visual y sonora. De lo primero poco puedo decir, pues las nucas de los dos señores que estaban delante de mi parecían ser dos montañas en el paisaje ruso de los cerezos, el audio, en cambio permitía que llegara la voz de los actores sin molesta intervención de micrófonos inalámbricos.

La pregunta clave es: ¿la modernización técnica y mecánica del teatro iba de la mano de la devastación de la sala? De ser así, ¿valía la pena? Se ve ahora como un teatro perfectamente equipado, pero común y corriente, se desdibujó su condición de excepcionalidad, quedó como un teatrote a lo Broadway. O más bien, como podría ironizar José Antonio Alcaraz, a lo Broadgüey.

La cocina de Mendoza

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Un sueño recurrente, muy angustiante, entre las personas que se dedican al teatro, es el de encontrarse en la segunda llamada, a unos minutos de entrar a escena, y no tener memorizado el texto ni saber bien a bien cómo va el marcaje.

Con matices aún más espeluznantes, ese sueño me ha rondado en varias ocasiones, una en particular era de antología: estoy en el camerino, lavándome la cara, no doy crédito a la encomienda, voy a hacer a Stanley Kowalsky en Un tranvía llamado deseo, repaso la obra, nunca la he ensayado, estoy en absoluto miscast, me parezco más a Homero Simpson que a Marlon Brando. En la puerta del camerino, de pie y con los brazos cruzados, vestido con su infaltable saco, me observa Héctor Mendoza, dan segunda llamada y me dice: “tú tranquilo”; cosa que desde luego no hago y opto mejor por despertar.

El punto clave es que se trate de él, un maestro y director de escena que ha sido clave en la formación de muchas personas, entre las que me encuentro. Vendrán merecidos homenajes, se formularán verdades absolutas, pero en el espacio de la microhistoria quiero recordar un seminario con directores que hizo hará unos siete años en el Estudio anexo a su casa en la colonia Álamos. Fue por puro gusto, él seleccionó a los participantes y nos condujo por la cocina del teatro, que era profunda y pragmática a la vez. Formulaba unos estudios de caso que eran verdadero acertijos en los que había que responder –y sustentar- si tal personaje estaba mintiendo o actuando, la técnica de los actores, la relación entre éstos y el director.

Me parece que él es el gran pensador del teatro mexicano de los últimos años, riguroso y exigente, crítico y autocrítico. Por lo pronto, llevo días recordando cómo endulzaba su café, virtiendo un sobre de canderel y tomando una pluma bic para agitarlo. Luego venía lo bueno.