Elizabeth al volante
A Erasto
En la calle de los juegos de la infancia, hacia la tarde, la rutina debía interrumpirse pues los vecinos, de regreso del trabajo a casa, estacionaban sus autos en las cocheras. Había casos, como el de “doña Pericias”, que se tomaban su tiempo, pues estacionaba su pequeño Renault 5 en reversa y entraba y volvía a salir hasta que no quedara el mismo número exacto de centímetros entre las llantas de cada lado y la pared.
Otras vecinas, no recuerdo sus nombres, hermanas de poco más de veinte años, estacionaban su auto a la primera. Una de ellas era hermosísima, yo la observaba tanto, recreaba la simple acción de bajarse del auto, abrir la reja, meter el auto y volver luego a salir para cerrarla. No sabía su nombre, pero luego, una actriz que veía en películas en televisión, a la que según yo era idéntica, me permitió nombrarla de alguna manera, Liz Taylor.
De manera que Elizabeth puso nombre a la admiración de un niño, pese a que el riguroso blanco y negro de la televisión apenas alcanzaba a dar un gris matizado a sus ojos. Con los años, eso dio paso más bien a un reconocimiento a su manera de expresarse como actriz, una intérprete con capacidad para hincarle el diente al repertorio más diverso y complicado.
El número de maridos, los actos de beneficiencia, los perfumes con su nombre, la amistad con otros famosos, poca justicia hacen a la actriz que se cambia de medias y alivia el calor con un hielo en Una gata sobre el tejado caliente, emprende una borrachera ejemplar en ¿Quién le teme a Virginia Woolf? o vocifera con total verosimilitud los textos shakesperianos de La fierecilla domada.
A veces la verdad es incómoda y en varios de esos papeles importantes Elizabeth lo supo transmitir de manera artística, con la complicidad de autores, directores e intérpretes de primera. Son pocas las joyas de la corona, pero significativas. ¿Podrían ser más? Quizás, las que hay están bien colocadas.
En todo caso, al reconocimiento profesional de una actriz de potencia y belleza expresiva se suma en el recuerdo imposible, el ensueño de un niño que ve llegando a Elizabeth al volante de un convertible en un barrio del sur de la Ciudad de México, guardarlo en la cochera y entrar veloz a prepararse un dry martini.
Tributo a José Alfredo
Hace unos quince años, coordiné en la Carrera de Teatro de Filosofía y Letras de la UNAM, un taller de biomecánica que tenía como objeto de estudio un auto sacramental de Calderón de la Barca que debería ponerse en escena, Los encantos de la culpa, basada en el capítulo décimo de La Odisea, los periplos de Ulises en la isla de la hechicera Circe.
Fue un proceso de trabajo muy rico y el montaje tuvo un vida muy curiosa, un ejemplo de ello ocurrió en el Festival del Siglo de Oro en el Chamizal, La Penitencia aparecía semidesnuda en un breve momento de la obra, cosa que percibieron las autoridades del teatro durante el ensayo, así que un batallón de oficiales uniformados del parque nacional se aparecieron en el camerino para decirnos que no se podría mostrar el torso de la actriz. Después de discutir el asunto, y quizá con un ánimo vengativo por la pérdida de medio territorio en el siglo XIX, la escena se hizo tal cual; el grupo jamás volvió a ser invitado.
Volviendo al texto, una vez que se le quita la cobertura barroca de alegorías tales como la culpa, el entendimiento, de la penitencia, encuentra uno la fascinante historia de la hechicera hechizada. Circe, la culpa, enamora a Ulises, viven una pasión intensa y luego él la abandona para continuar su viaje. Los textos finales de ella expresan la pasión con versos como: Pedazos del corazón/ me arrancaré con mis ansias/ para tirarlas al cielo…
Me parecía, me parece, que era una expresión de amor dolido semejante al que toca José Alfredo Jiménez en sus canciones rancheras, intenté abundar en ello con la actriz que hacía a La Culpa, pero por diversas razones no se pudo.
Pero me quedó la asignatura pendiente y resulta que ahora, en la clase de análisis que doy en la Escuela de Teatro de Bellas Artes, comparto con los estudiantes esa reflexión al momento de estudiar textos de Calderón de la Barca. Varios intentaron acoplar un monólogo de Segismundo con música de José Alfredo. Un caso en particular me entusiasmó, Edith Wence, estudiante de segundo año, pudo integrar como una sola cosa el texto barroco con la canción Un mundo raro.
A veces las cosas se logran, aunque tarden un poco, podrían decir Calderón y José Alfredo, dados a la tarea de acoplar, con un tequila entre pecho y espalda, la música de Te solté la rienda con un monólogo de La dama duende.
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