El baile íntimo
Para Tsayamhall, Verónica, Fernando e Isaí
Un momento terrible de las fiestas familiares de antaño era cuando el grupo de las “tías”, primas de mi madre, se dirigían al sector de jóvenes para sacarnos a bailar piezas clásicas del baile de salón, cha cha cha, mambo o rock and roll. Yo casi me quería esconder bajo la mesa, pues consideraba que bailaba horrible. Pero no era lo común, muchos de los atacados lo hacían muy bien. Mi hermano destacaba tanto sacando brillo a la pista que era popularmente conocido como “el tíbiri”.
Y lo curioso es que el movimiento y el baile me fascinan. Una fantasía es la siguiente: salón de fiestas, mesas pletóricas, en medio de todos, cruzo la pista para ir al baño, todo se oscurece y un potente seguidor me señala, pausa incierta y casi de inmediato arranco con un solo virtuoso de baile al mejor estilo de Fred Astaire.
En mi trabajo como director de escena he incorporado a diversas secuencias coreográficas y llegué al punto de querer indagar a profundidad en un espectáculo que consistiera sólo en movimiento. Se llama Muebles en la cabeza, trata de mudanzas y separación de amantes, los artistas escénicos que me acompañan en ese salto sin red son los del Colectivo Escénico el Arce.
Tuvo una temporada breve en primavera en El Milagro, algunos colegas de teatro decían que hacían falta palabras, otros de danza, que era parte de una tendencia superada por los coreógrafos, una bailarina exponía una frase con aroma de misterio: “hace falta poner en crisis el movimiento desde el movimiento mismo”.
Ahora se presenta de nuevo, sólo cuatro funciones, en Un Teatro, Nuevo León 46, colonia Condesa, los jueves 6, 13, 20 y 27 de noviembre a las ocho de la noche.
Detrás de esos setenta minutos de relación con movimiento, yace mi secreta aspiración de formar parte de algún batallón zombie que ejecute, con precisión y alegría, las secuencias de Thriller, del gran Michael Jackson.
El látigo sutil de Z
Para un ejercicio de la materia de dirección de actores del CUEC, Armando Casas nos convocó a unos amigos de la Facultad para preparar una escenificación de la que nebulosamente recuerdo un ambiente de cantina rascuache, con el clásico aquel de Los terrícolas de fondo, “Y mis sentimientos/No los cambiaré jamás/aunque sufra este tormento/me quedas tú…” . Allí se desarrollaba una situación violenta entre dos personajes, mientras un tercero daba cuerda a un osito de peluche que se ponía a recitar un poema de William Blake.
Convencidos de que se trataba de algo rete original y poderoso, llegamos a presentarlo a un aula del plantel aquel de la calle de Adolfo Prieto. El profesor hizo pedazos la propuesta de mi amigo y la reestructuró relacionando a los tres personajes en escena y resolviendo en acción un conflicto que había detectado de inmediato. El oso de peluche y Blake se fueron, pues no tenían utilidad alguna, sino que se trataba simplemente de detalles “putitos”.
El profe tenía enorme capacidad crítica y una mano pedagógica precisa, dirigida a intervenir en los hechos el objeto propuesto, a veces en los terrenos de una incorrección política bastante ácida y polémica: “nacos” por estudiantes, “esclavos” por colaboradores. Se trataba desde luego de Raúl Zermeño, conocido en el corredor de escolapios como “Z”, la de Zorro, Zar, Zoroastro.
Esquivados los dardos de la acidez y la incorrección, aparecía su profunda solvencia académica y capacidad para profundizar, que pude seguir en distintos frentes, desde el mencionado en el ejercicio de actuación para cine, talleres para actores y directores, cursos de actualización para profesores de teatro de escuela superior, donde gozaba de alto reconocimiento de los colegas y sus asesorías para un programa de maestría en dirección en la ENAT, donde, si se me permite la claridad de la expresión, nos pendejeaba todo el tiempo.
Visto a la distancia, creo que uno de sus mayores méritos académicos era poner en evidencia el falso atisbo de genialidad del estudiante de dirección, para desmenuzarlo y ponerlo en su pírrica dimensión, en la que acababa simplemente como un detalle “padrote”. Siempre que veo un espectáculo con máquina de humo, uno de sus ejemplos favoritos, me acuerdo de él y pienso en qué es lo que se esconde detrás de esos vapores con aroma de vainilla.
Un aspecto clave de la trayectoria de Raúl es la cohabitación del espacio profesional y académico que terminan por ser uno solo; predicar con el ejemplo, pues: la limpieza, precisión y eficacia de su montaje del clásico de Ibargüengoitia El viaje superficial, en el Juan Ruiz de Alarcón, su versión personal y osada de El mercader de Venecia, del proyecto Shakespeare de la CNT, o su ejercicio de examen profesional de estudiantes de Actuación con Los signos del Zodiaco, de Magaña, que me dejó con el ojo cuadrado por la metáfora escénica con la que sintetizó el universo miserable de esa legendaria vecindad: un ring de box donde los personajes se madreaban todo el tiempo.
Más allá de sus varias y conocidas apariciones en escena como actor, me entusiasma y divierte el recuerdo de la teatralidad de su imagen, la figura espigada, los suéteres de lana, la cachucha, los inefables botines y por supuesto la mirada profunda y verde que enmarca la boca que se aflauta para decir “¿cómo estás, manito?”. Yo allí voy, Raúl, tratando de limpiar mi escena íntima de ornamentos, por más “padrotes” que puedan verse.
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