Ciencia de las emociones
Sabemos que la difusión de la ciencia es una estrategia que puede valerse de recursos teatrales, el museo Universum de la UNAM produce obras acordes con su vocación y las exhibe los fines de semana, o programas televisivos legendarios como El mundo de Beakman, plantan su eficacia en un buen guión y tres personajes propios de la farsa, el científico de pelos parados, su asistente, y una tremenda rata; también que el teatro, como otras artes, incorporó a su concepción y práctica referentes como el método científico o el espacio de trabajo concebido como laboratorio.
Tanto así que una corriente dramatúrgica, el naturalismo, suponía a los personajes como componentes de un experimento colocados en una caja de Petrie y un autor posterior, Brecht, denominó a su teatro de la “era científica” por su capacidad para descubrir, desvelar.
Pero, ¿cómo se ve la ciencia desde el teatro?¿podría aplicarse algo así como ciencia de las emociones a la creación de una ficción escénica? ¿quiénes y porqué serían los grandes científicos del teatro? La provocación de estas preguntas, mas la afición a un programa radiofónico que tristemente ya salió del aire, El explicador, me llevan a intentar un acercamiento desde el punto de vista de la difusión entre ambos campos.
La gran virtud de ese programa, que puede todavía seguirse en Internet, es que relaciona toda actividad humana con la ciencia, es decir con una explicación no sólo metódica y precisa, sino hasta un poco literaria; elabora relatos teóricos sobre los hechos que estudia. Por ejemplo, en el terreno del futbol, lo que hay detrás de equivocarse al tirar un penalty. Basta de argumentos antropológicos, sociales, problemas de motivación o falta de sesiones en el diván para explicar los fallos recurrentes de los futbolistas mexicanos en el manchón penal, que los han marginado de distintas competiciones. La verdadera explicación es muy simple, según lo señala el biólogo Ganem en los micrófonos, es una respuesta emocional ante el miedo, que provoca que la amígdala se desconecte del lóbulo prefrontal. Ahí nomás.
Otro estratega de la difusión, en este caso deportiva, se vale de recursos del campo de la ciencia para desentrañar los secretos de prácticas tan disímbolas como el béisbol o la carambola de tres bandas y elaborar axiomas que de paso uno puede llevarse a su propio día a día. Me refiero a Pedro “El mago” Septién, que sobre el rey de los deportes tiene las siguientes joyas: “las estadísticas son profetas que miran hacia atrás”, toda sorpresa es relativa y está condicionada por los antecedentes, Irina nunca se casará con Tusenbach en Tres hermanas y México no ganará pronto una copa mundial de futbol; “contra la base por bolas no hay defensa”, un mal actor no va a mejorar a tres semanas del estreno, equivocarse tiene consecuencias, aunque la propia falla puede ser una estrategia para obtener una ventaja posterior. Invaluable su definición global de ese deporte: “ballet sin música, drama sin palabras, carnaval sin colombinas”.
Donde también se vuela la barda es al describir la carambola de tres bandas, actividad que suele transmitirse en canales de deportes, pero que uno no deja de asociar con humo de cigarrillos y sonido de hielos que entrechocan en el vaso de una cuba libre: “matemática oscura y brillante ballet”; la precisión de un trazo mental y la fuerza justa de la ejecución para lograr un contacto inverosímil.
Paso al terreno, a la cancha, del teatro y las artes, diversas obras han tomado con mucha fortuna como protagonistas a científicos, como el mencionado Brecht con su Galileo Galilei, La Prueba, de David Auburn o la notable Copenhagen, de Michael Frayn, en la cual Claudio Obregón hacía química pura para crear un Niels Bohr entrañable y agudo.
Sin embargo, si me doy a la tarea de forzar la imagen de un científico, no veo al premio nobel Molina tomando café en una terraza, con una libreta al lado, sino a un hombre vestido de blanco, con tapabocas y mirada frenética tratando de animar a un muerto en el quirófano, en pocas palabras al doctor Frankenstein. Si aprieto más lo ojos entonces la imagen mejora y quien se aparece es Gene Wilder en su papel de doctor Fronkenstein en la película de Mel Brooks.
Algunos grandes maestros del siglo XX aspiraron a una ciencia del teatro e indagaron en la naturaleza de la Puesta en escena y el trabajo físico, emocional y mental del actor, ennobleciendo el proceso creativo más allá de la intuición. Una de las más formidables revoluciones sobre el arte del actor está por cumplir cien años y partía del supuesto de la integración expresiva del ingeniero, el atleta y el comediante: Meyerhold, con sus pelos parados como Beakman, y su biomecánica.
¿Qué imágenes podemos entonces provocar para hablar de una ciencia de la emoción en la escena mexicana? Sobre todo la del director Ludwik Margules, quien hubiera podido perfectamente transitar, cubierto con una bata, por los pasillos del Instituto de Investigaciones Biomédicas. Sostenía, en su curso de Metodología de la Dirección, que la puesta en escena era una combinación perfecta de “precisión y misterio”, y luego desarrollaba una serie de ejercicios y tareas para cuyo análisis uno se sentía en un anfiteatro mirando una disección, avizorando la mera mera esencia dramática, el oro o el tumor que el profesor ostentaba frente a todos, como si los sujetara con unas pinzas.
O la de estudiantes del sistema de Luis de Tavira, usando lupa y calculadora para derivar de la obra de teatro la ecuación tonal, estrategia para la comprensión que, según explica el profesor Esteban Montes, “valora los signos que se encuentran en el texto, los categoriza y establece su peso y dimensión”.
Tan interesante como las preguntas que lanzaba al inicio de este texto, sería saber qué piensan del teatro y cómo se acercan a él las personas que se dedican a la ciencia, de qué manera esa actividad forma parte o no de sus gustos de consumo cultural. O bien preguntarle al Explicador cuál es el proceso neurofísico del aburrimiento, o si es posible medir la energía que se produce en una escenificación entre actores y público.
A final de cuentas, el teatro que conmueve a través de los actores se parece justo a la carambola de tres bandas: la ciencia y emoción de tocar, pegar, acariciar a la bola de marfil después de un recorrido triangular, inédito e irrepetible.
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