Baires de nuevo
En las últimas semanas estuve viajando como agente de ventas, lugares al nivel del mar, clima tropical, luego extremos desérticos, siempre debe uno estar prevenido para el mayor reto de trabajar en esos sitios, el aire acondicionado. Quienes allí habitan no tienen ningún problema pues están acostumbrados, más que al calor de afuera, al intempestivo frío de adentro. Los anfitriones, siempre generosos y amables, sólo sonríen al ver al chilango que primero se sofoca y después se congela.
Uno de esos viajes tuve la dicha de hacerlo de nuevo a Buenos Aires, una ciudad a la que sin duda ubicaría como una de mis favoritas. Una parte de la afinidad la explica la profesión, se hace, se exhibe, se analiza y discute mucho teatro, siempre hay algo para ver y comentar, por ejemplo que exista una “tropa” de 300 espectadores que cada semana asisten a una obra y luego la comentan, guiados por un profesor excepcional, con el elenco y los encargados de la producción y dirección, o que destacados profesionistas tengan su fuente principal de ingresos en el ejercicio docente que realizan como independientes.
Sin embargo, más allá de la vocación gremial, pienso, pero sobre todo siento, que la ciudad y sus habitantes son entrañables y a veces hasta misteriosos. Por ejemplo, salvo Cristina Fernández y otros cuantos, nadie se peina, ¿por qué? ¿asumen la derrota por la brisa porteña? Es una experiencia grata la de reencontrarse con amigos, caminar incansablemente por diversas calles, luego comer y beber, entrar al cine Lorca o ver una obra de teatro. También da espacio para que convivan el sibarita y el vikingo, regresé con la convicción de haberme comido una vaca, el campo de trigo que estaba en un lado, y bebido el viñedo que estaba del otro.
Aunque no pude ver la recién inaugurada estatua de Mafalda en San Telmo, me declaro un enamorado de la ciudad que contempla desde la banca del parque en que la han sentado.
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