
En el imaginario de uno como niño, pocas cosas hay que expresen tanto terror como la famosa muerte de la madre en Bambi. Después, esa escena se volvió un clásico del sufrimiento y el dolor, muchas personas que no han visto la película se refieren sin embargo a ese momento. Pasaron los años y volví a verla, me pareció toda ella completamente ridícula. Los animalitos del bosque eran de verdad un poco idiotas y claramente el joven protagonista formaba parte de un círculo gay.
Antes, para los adultos contemporáneos, como se nos llama ahora a los cuarentones, ese proceso de maduración como público tomaba lustros. Por ejemplo, yo veía King Kong en el cine, en funciones de Matinee y todavía me resultaba emocionante, pese a que entonces habían pasado más de cuarenta años de su estreno.
Sin ir más lejos, había antes en el cine una clasificación “D”, para mayores de veintiún años; tuve que esperar a la Universidad para ver La naranja mecánica; vamos, ¡Amor sin barreras era para adultos!
La sorpresa –relativa- es que para los niños y jóvenes de ahora, como mis hijos, ese camino es cuestión de meses. Por ejemplo, mi hija jura, después de haber visto El exorcista, que se trata de una película cómica y una risa similar le provocan películas que antes me daban insomnio.
En cambio, invertir la situación no tiene problemas, cuando vimos El aro, los espié y tenían subidos los pies en la butaca en las escenas climáticas, cosa que yo no hacía solamente por inhibición y kilos.
Parece claro que ir al cine no se construye solamente con lo visto en la pantalla, sino que se adereza con la compañía, el ánimo y la información previa; una cabal experiencia de excursionista del celuloide.