
En una conversación sobre una puesta en escena, diversos compañeros hablaban sobre sus características como obra “moderna”, su nivel de abstracción, su impecable factura visual, pero el naufragio terrible que se producía cuando los actores comenzaban a hablar. Para definir ese desastre uno de ellos usó una frase certera por devastadora: parecía obra doblada.
En efecto, el doblaje, tan frecuentado en cine y televisión, establece una barrera de credibilidad casi siempre invencible para el espectador. La brillante serie televisiva Frasier, pierde todo su encanto cuando comprobamos que el acento mamón, semibritánico, que utiliza Kelsey Grammer para su personaje, se convierte en un castellano neutro e insípido que deteriora la propuesta de la comedia.
Sin embargo hubo un momento heroico del doblaje que hacían los actores mexicanos, en el cual el micrófono se convirtió en una herramienta flexible y convincente, dándole un valor artesanal de gran factura. Un ejemplo de ello era Víctor Alcocer, que lo mismo encarnaba la voz corporativa de un banco, al detective Kojak, a Blue Demon, o un medicamento estomacal. Justo acerca de éste último, un amigo conservaba una cinta, cuyo contenido desde luego nunca se transmitió, con pruebas de grabación donde actores como el Loco Valdés, Jorge Arvizu “el tata” y el propio Alcocer hacían falsos comerciales del producto, sus tomas estaban llenas de pedos, eructos, que jugaban en un "timing" perfecto con la narración oficial.
Se trataba así, de próceres del trabajo con la voz y la improvisación, que en el caso del doblaje es desde luego más acotada y debe colocarse con la debida precisión. Recuerdo una escena de Batman, la serie televisiva de los sesentas, donde Robin, el joven maravilla, hace su habitual gesto de golpear una mano con el puño de la otra, y en vez de decir “¡santos villanos enmascarados!” o algo así, dice “¡Santa Marta Acatitla!”. En casos así, ocurre a la inversa de lo dicho párrafos arriba, la maravilla de que sea mejor la voz del que hace el doblaje que del original.
Por eso entiendo perfecto a Jorge Lavat cuando en una conversación señalaba, refiriéndose a uno de los protagonistas de la serie El túnel del tiempo, “yo era Douglas”.
Y desde luego pienso en la posibilidad de la siguiente licencia poética: si es el caso de que la obra de teatro que va uno a ver sea aburrida, cosa que se sabrá cuando mucho a la media hora, imaginemos que usamos audífonos y que comezamos a escuchar, en la boca de los actores, a Homero Simpson, a Kojak, a Don Gato, a Benito Bodoque....