Todos somos Kermit

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Amigos entrañables confiesan, confesamos, un gusto cultural común en las tardes de domingo, la exhibición del show de los Muppets. Era divertido identificar físicamente a uno o más parientes o conocidos, con alguno de esos personajes: una prima idéntica a Miss Piggy, dos tíos parecidos a los viejitos del balcón, el vecino que era como el águila malencarada de las noticias, incluso no sé si mi simpatía por el saxofonista era una anticipación de mi calvicie.

Y eso que fueron resistentes a una exhibición televisiva mexicana –en canal 13- en la cual había un doblaje pero también una modificación radical de los nombres de algunos personajes, tan sólo Kermit se llamaba la Rana René. Así que podía uno reconocer tipos de comportamiento que adquieren valores de universalidad: la idea de la belleza como plataforma paradójica –Piggy-, el mal contador de chistes afanado en ser el centro de atención –Fozzie-, el disfrute del comentario ácido fuera de todo riesgo –los viejitos del balcón-.

Eso por no hablar de guiños culturales como cantar a la manera del Cocinero sueco, mover los dedos como el Perro pianista, agitarse como Animal o burlarse de aquel que tuviera una nariz como la de Gonzo.

Lo más notable de la película que recién se exhibió es que concluya con el estreno tipo teatro de revista del show tradicional de tele: brillante obertura, presentación del invitado principal y posterior pitorreo del mismo, intercalación de escenas breves, número estelar; todo a través de diversas y eficaces técnicas de manipulación. Tanto así que resiente la parte humana, bastante ñoña y simple.

Porque en realidad todos tenemos algo de la Rana René, digo de Kermit, ponemos buena voluntad a la mayor inminencia de desastre, apelamos a la improvisación que será capaz de resolver cualquier desaguisado, agitamos los brazos confiando en que la cosa salga lo mejor posible, de paso suponemos también que las historias de amor entre ranas y cerdos son posibles. Muy manamaná.